En su homilía, el Prelado aseguró que en esta etapa de su vida descubre su pequeñez y la gran misericordia que Dios ha tenido con él al llamarlo al sacerdocio, también aseguró que ha procurado ser siempre “manos vacías y abiertas por las que pasa la gracia de Dios.
Monseñor Braulio Sáez, Obispo Auxiliar de Santa Cruz, presidió la Eucaristía de este domingo desde la Catedral Metropolitana para celebrar sus 50 años de servicio Sacerdotal, ocasión en la que estuvo acompañado del Arzobispo de Santa Cruz, los Obispos Auxiliares, una veintena de sacerdotes, los Padres Carmelitas, un sinnúmero de religiosos y religiosas y las comunidades Parroquiales de Santa Cruz que hicieron presente su gratitud a este hermano, Padre y Pastor.
“Me uno a quienes se sienten deudores para dar testimonio de la misericordia que el Padre ha tenido conmigo, y puedo asegurarles que toda mi vida ha sido y es una manifestación de ese amor misericordioso que no tiene límites y como prueba de ello es el de haberme llamado para ser sacerdote, su sacerdote desde hace 50 años. Una vocación que me sobrepasa y que, a esta altura de la vida, puedo decirles que es lo mejor que me ha podido suceder después de haber conocido a Jesucristo, y es Él, Jesús, quien se fijó en mi persona para ser su testigo, su servidor y dispensador de su gracia” indicó.
“Después de cincuenta años de sacerdocio hago mías las palabras de San Pablo: “sé en quien he puesto mi confianza y estoy convencido de que puede custodiar el bien que me ha encomendado” (2 Tim 1, 12). San Agustín decía en uno de sus coloquios, que “cuanto más te conozco a ti Señor mío, más me conozco a mi mismo” Y lo que descubro en esta etapa de mi vida es mi pequeñez y la gran misericordia que Dios ha tenido para conmigo” dijo.
Recordando la parábola de los talentos en el Evangelio de Mateo, dijo “les aseguro que me entra un cierto temor por no haber correspondido lo suficiente en la entrega y el servicio. Alguien ha dicho que: «el privilegio del cristiano es poder dar más, infinitamente más, de lo que posee»; ¡ojalá que no haya enterrado o devaluado esos talentos que me confió!”.
“Jesús, quien se fijó en mi persona para ser su testigo, su servidor y dispensador de su gracia… Después de cincuenta años de sacerdocio hago mías las palabras de San Pablo: “sé en quien he puesto mi confianza…” dijo Monseñor Braulio
Asegurando que quisiera hacer suyas las bellas palabras de Bernanos en que hablaba de «el dulce milagro de las manos vacías», a través de las cuales puede pasar el torrente de gracia de Dios, manifestó “Eso quiero y he querido ser siempre, “manos vacías abierta”, por las que pasa la gracia de Dios”.
Monseñor se refirió brevemente su familia y al sacerdote del Pueblo donde nació y pasó su infancia, los dos factores que influyeron en su vocación sacerdotal “el amor, la fe y el ambiente transparente de religiosidad de mi familia, donde fui creciendo y descubriendo como es este Dios Amor” y así mismo “el modelo que encontré en el sacerdote de mi pueblo, Don Benito que fue para mí un referente maravilloso todos los días, pues desde los ocho años le ayudaba en la celebración de la santa misa como monaguillo” recordó.
Casi al final de su homilía, el Prelado no dejó de referirse al momento de “crisis vocacional profunda” que está viviendo la Iglesia aunque él afirma que es más bien una “crisis de generosidad. Los jóvenes de hoy tienen miedo de arriesgar, tienen miedo de opciones que comprometan toda la vida, tienen miedo de una vocación que humanamente no es rentable económicamente y, que por el contrario, implica radicalidad, servicio, cruz, entrega, gratuidad y desprendimiento. Desde aquí les hago un llamado a no tener miedo” manifestó.
HOMILÍA COMPLETA DE MONSEÑOR BRAULIO SÁEZ GARCÍA, OBISPO AUXILIAR DE SANTA CRUZ
CINCUENTA ANIVERSARIO SACERDOTAL
BASÍLICA MENOR DE SAN LORENZO MÁRTIR
Queridos hermanos y, quienes siguen esta celebración por las ondas de la radio y TV. Gracias querido Mons. Sergio que me ha permitido presidir esta celebración, a los obispos Auxiliares, a mi comunidad Carmelita de Santa Cruz, a los sacerdotes presentes y a cada uno de ustedes pueblo de Dios.
Después de haber celebrado los grandes misterios de la fe: la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor Jesús, y haber experimentado la gracia de sabernos salvados en la cruz y, llamados a una vida nueva y para siempre por la resurrección, la liturgia de hoy nos sale al encuentro con estas bellas palabras: “El que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios, y el que ama al Padre ama también al que ha nacido de Él”. (1 Jn 5,1)
Celebramos hoy la fiesta del domingo “in albis”, momento en el que los catecúmenos que han sido bautizados en la celebración de la Solemne Vigilia Pascual se despojan de sus vestiduras blancas y vuelve a la vida ordinaria para dar testimonio de su fe. El Evangelio nos narra la aparición de Jesús por dos veces a los discípulos en el Cenáculo para afianzarles en la fe, y en el segundo momento la recriminación que hace al apóstol Tomas por su incredulidad: “Porque me has visto has creído, dichosos los que crean sin haber visto” (Jn 20, 29)
Por deseo del Papa San Juan Pablo II la Iglesia celebra la fiesta de la Divina Misericordia que con tanta fuerza ha arraigado en nuestra Arquidiócesis de Santa Cruz. Como Comunidad nos unimos a quienes en este día se acercan a honrar al Señor y experimentar en sus vidas la misericordia que el Padre ha tenido y tiene con la obra de su creación.
Me uno a quienes se sienten deudores para dar testimonio de la misericordia que el Padre ha tenido conmigo, y puedo asegurarles que toda mi vida ha sido y es una manifestación de ese amor misericordioso que no tiene límites y como prueba de ello es el de haberme llamado para ser sacerdote, su sacerdote desde hace 50 años. Una vocación que me sobrepasa y que, a esta altura de la vida, puedo decirles que es lo mejor que me ha podido suceder después de haber conocido a Jesucristo, y es Él, Jesús, quien se fijó en mi persona para ser su testigo, su servidor y dispensador de su gracia.
Después de cincuenta años de sacerdocio hago mías las palabras de San Pablo: “sé en quien he puesto mi confianza y estoy convencido de que puede custodiar el bien que me ha encomendado” (2 Tim 1, 12). San Agustín decía en uno de sus coloquios, que “cuanto más te conozco a ti Señor mío, más me conozco a mi mismo” Y lo que descubro en esta etapa de mi vida es mi pequeñez y la gran misericordia que Dios ha tenido para conmigo.
Por eso, en este día, no es pertinente ni importante hacer una historia de estos 50 años y contarles lo que yo haya hecho, sino ponerme ante la mirada de Dios y dar gracias por lo que Él ha realizado en mí vida y, a través mío, en tantas personas que se han cruzado en el camino y, ciertamente no encuentro lugar para vanagloriarme.
Cuando leo la parábola de los talentos en el Evangelio de San Mateo en que narra cómo el rey reparte los talentos: “a uno dio cinco, y a otro dos, y a otro uno, a cada cual según su capacidad” (Mt 25 15) y se va de viaje a un país lejano, les aseguro que me entra un cierto temor por no haber correspondido lo suficiente en la entrega y el servicio. Alguien ha dicho que: «el privilegio del cristiano es poder dar más, infinitamente más, de lo que posee»; ¡ojalá que no haya enterrado o devaluado esos talentos que me confió!
Por eso me pongo ante el Buen Jesús, que se fió de mí, para este ministerio sacerdotal y episcopal y pedirle perdón por haber ocultado muchas veces, el denario que me encargo para hacerlo fructificar. Cuando entonamos el bello canto de las “manos vacías” me veo retratado y quisiera hacer mías las bellas palabras de Bernanos en que hablaba de «el dulce milagro de las manos vacías», a través de las cuales puede pasar el torrente de gracia de Dios. Eso quiero y he querido ser siempre, “manos vacías abierta”, por las que pasa la gracia de Dios.
A lo largo de estos 50 años muchos, sobre todo jóvenes, me han preguntado: ¿desde cuando es sacerdote y porqué eligió serlo? Una pregunta que nunca me ha costado responder. Mi vocación se va haciendo realidad desde muy niño, puedo asegurarles que desde los diez u once años quería darme por entero y consagrarme al Señor.
Dos fueron los factores que influyeron en mi decisión: el amor, la fe y el ambiente transparente de religiosidad de mi familia, donde fui creciendo y descubriendo como es este Dios Amor. Un Dios que se manifiesta en la sencillez, en la vida de cada día, en el amor de una familia capaz de enfrentar la vida con limitaciones, pero a la vez con entereza y valentía para no dejarse acobardar por las dificultades y las adversidades. Una familia, como diría hoy el Papa Francisco, “donde se vive la alegría del amor”.
Así mismo, el modelo que encontré en el sacerdote de mi pueblo, Don Benito que fue para mí un referente maravilloso todos los días, pues desde los ocho años le ayudaba en la celebración de la santa misa como monaguillo. Lo que más me impresionaba era su modo de celebrar la Eucaristía, también su testimonio de vida, entregada, coherente y siempre al servicio de los niños y los jóvenes, a quienes dedicaba muchas horas y días en la formación de la doctrina cristiana, y ayudándoles en las tarea escolares.
Después de largos años de vida religiosa y de estudio en la querida familia del Carmelo, llegaría el momento de la ordenación sacerdotal. Recuerdo que elegí un texto muy bello que definía toda mi vida: “Sacado de entre los hombres al servicio de los hombres, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados” (Hb 5, 1). Dios nos desconcierta siempre porque se fija en el que Él quiere, elige sin mirar su condición social o cualidades humanas, y llama porque nos necesita. La vocación es una manifestación del amor de Dios.
El sacerdote es eso, uno más del pueblo al servicio del pueblo. Un misterio inexplicable que nos configura con Jesucristo mismo Sumo y Eternos Sacerdote del Padre, enviado al mundo para salvar al hombre de la esclavitud del pecado, para perdonar, para llevar buenas noticias, para curar el corazón roto por tantas heridas, para consolar a los tristes, anunciar la Buena Noticia del Reino y sobre todo, para celebrar el Sacramento del amor, la Eucaristía que es: “fuente y culmen de toda la vida cristiana” y, desde la fuerza que nos da este Sacramento, ser misionero en medio del pueblo.
Y ante este derroche de la gracia divina en mi vida, una pregunta que me hago siempre, cómo ser buen administrador, transmisor, y comunicador transparente de la insondable gracia de la misericordia, para que pueda verse a través de mi persona, al Dios escondido, el amigo y pastor que llevo dentro.
La Iglesia está viviendo unos momentos de crisis vocacional profundos, que yo titularía más bien de crisis de generosidad. Los jóvenes de hoy tienen miedo de arriesgar, tienen miedo de opciones que comprometan toda la vida, tienen miedo de una vocación que humanamente no es rentable económicamente y, que por el contrario, implica radicalidad, servicio, cruz, entrega, gratuidad y desprendimiento. Desde aquí les hago un llamado a no tener miedo.
Una de las actitudes que deberíamos tener todos ante el Señor resucitado, y que acá ante ustedes la hago mía, es la de seguir viviendo en “confianza esperanzada”. Lo decía Pablo en su hermosa carta a los cristianos de Colosas “Lo que quiero es conocer a Cristo y sentir en mi el poder de su resurrección, tomar parte en sus sufrimientos, configurarme con su muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección de la muerte. No es que haya alcanzado la meta ni logrado la perfección, yo sigo adelante con la esperanza de alcanzarlo, como Cristo Jesús me alcanzó” (Flp. 4, 10-12)
Y como final, me nace espontáneo en estos momentos, manifestar mis agradecimientos:
- A mi familia, aunque a la distancia, ellos están alrededor de esta mesa a la que el Seños nos ha invitado. A la otra familia, la del Carmelo que me acogió desde mi juventud y me sigue acompañando. Quiero recordar en la oración a tantos amigos, sacerdotes, religiosos y colaboradores que estimularon mi sacerdocio en los años que trabajé en Montevideo y después en Cochabamba y La Paz.
- Y no podría olvidar a mi querida Iglesia de Oruro, a su Obispo y Pastor, al Presbiterio, la Vida Consagrada y esa gente sencilla y maravillosa que se cobijan bajo la protección de la Virgen del Socavón.
- Y no se me pongan celosos mis queridos amigos de Santa Cruz, aquel, el de Oruro, fue mi primer amor episcopal, ustedes son mi amor presente.
- Hoy quiero ofrecer esta Eucaristía por toda esa pléyade de personas amigas que han ido haciendo posible la celebración de estos 50 años de vida sacerdotal. Muchas gracias.
Oficina de prensa de la Arquidiócesis de Santa Cruz