Cuando un policía me contó cómo una turba de cobardes cooperativistas mineros flageló y mató a Rodolfo Illanes, vino de inmediato a mi cabeza aquel octubre de 2000, cuando otra turba, pero esa vez de cobardes cocaleros del Chapare, torturó, violó y mató a los esposos Andrade y a dos policías. En ese momento concluí que no habíamos avanzado como sociedad y que nos habíamos conformado con la idea de que la democracia se resume al voto, a la mayoría manda y a la inclusión social, cuando la democracia es más que eso.
Por ejemplo, democracia es construir un Estado (puede llamarse plurinacional, plurideportivo, lo que quieras), donde se resuelva lo público y desde donde se construya lo común. No vamos en ese sentido, si es un instrumento para perseguir y encarcelar al diferente, al disidente, al opositor o al librepensante. Si el Estado se convierte en un instrumento de odio, entonces la democracia pasa a ser una autocracia y se pone a centímetros de la dictadura.
El Estado no debe ser un aparato de sometimiento de un grupo a otro; o de una clase a otra. Debe ser un espacio institucionalizado donde la ley gobierne a través de las personas con una virtud básica: la honestidad; y no sea un espacio donde un puñado de personas convierta en ley su ambición, su frustración, sus complejos o su fanatismo.
Si a unos deja tener relaciones con el narcotráfico y persigue a otros, entonces no es un Estado democrático, sino discriminador y promotor del delito. Si aplica la ley contra una persona y no contra el militante del partido que cometió el mismo delito, es un Estado peligroso para la igualdad. Si a unos ciudadanos impone todos los impuestos posibles y permite a otros enriquecerse sin aportar nada al erario público, es un Estado opresor.
Un Estado no se cambia cambiando el nombre. Un Estado se cambia, erigiendo una una élite que pueda irradiar ética, principios y virtudes porque, finalmente, la ética de un pueblo es el reflejo de la ética de sus gobernantes y sus gobernantes son el reflejo de la ética del pueblo.
Un Estado debe fomentar la convivencia y la paz sobre la base de una distribución justa de beneficios y obligaciones. Si da más beneficios sólo a quienes apoyan al jefe y cargas más obligaciones a otros, es un Estado administrado por gente inescrupulosa.
Para superar al Estado odiador, hay que entender que la violencia o la paz nace y muere en la mente. Y la mente está en la gente. Ergo, necesitamos convencernos que no sólo somos derechos, sino también obligaciones que comienzan en cosas mínimas: no tirar la basura en la calle; y terminan en cosas grandes: no bloquear una carretera para joder a la mayoría y beneficiar a nuestro grupito.
Si la violencia y la paz están en la mente, debemos cambiar la lógica de: si estoy jodido, bloqueo a todos; por la lógica de: denme las mismas oportunidades y si no aprovecho, me jodo solo.
¿Por qué somos incapaces de confluir en un bien común que tenga como fin último la felicidad? Porque el Estado es, para algunos bolivianos, lo que dijeron los dirigentes indígenas que asaltaron el Fondo Indígena: “Bah, es nuestra la plata, déjenos que nos la comamos”. Y ¿vos, dónde quedas? ¿No era también tu plata?
Urge comprender que para recibir hay que dar en la medida de las posibilidades de cada uno. Urge recuperar la confianza basada en dar para recibir bienes materiales y espirituales que harán feliz a tu familia.
La desconfianza se hace carne cuando te enteras que lo que das, se va a la divinización de un mortal. Se agrava, si es usado para reproducir add infinitum en el poder a un grupito, cuando la democracia es renovación periódica para que no se pudra como el agua estancada.
La muerte de nuestros hermanos Fermín Mamani Aspeti (25), Severino Ichota (46), Rodolfo Illanes(56), Rubén Aparaya Pillco (26) nos apela a quemarropa:¿por qué somos capaces de matarnos e incapaces de construir el bien común? Quizás porque cuando el grupo gobernante es capaz de despreciar la vida de su misma gente para reproducirse en el poder, retrocedimos como sociedad y nos jodimos todos.
Andrés Gómez es periodista.