Campanas. No teman Anunciar el evangelio, especialmente frente a la Propagación del Covid, una grave amenaza para la vida en especial, para los migrantes y los refugiados, dijo Mons. Sergio Gualberti, desde la Basílica Menor de San Lorenzo Mártir – Catedral, este domingo 21 de junio.
La misa fue presidida por Mons. Sergio Gualberti y concelebrada por Mons. René Leigue, Obispo Auxiliar, el P. Hugo Ara, Rector de la Catedral y Vicario de Comunicación y el P. Mario Ortuño. Capellán de Palmasola.
El Arzobispo dijo que, Jesús, por experiencia propia, sabe bien que la misión puede causar resistencias y persecuciones, por eso repite tres veces a los discípulos: “No teman”. Él los anima a ser audaces y a anunciar el evangelio al mundo entero, el don gratuito para todos y no privilegio para unos pocos
Así mismo el prelado aseguró que Hay que confiar en el Señor que ha venido a que a liberarnos del miedo de la muerte, con el que el maligno nos mantiene en esclavitud por toda la vida. Lo que hay que temer es el pecado, la muerte del alma y no los poderes humanos que no pueden matar la vida del espíritu, ni violentar nuestra libertad interior.
Al mismo tiempo Monseñor afirmó que dar testimonio de nuestra fe en Dios, no es una opción sino una exigencia de nuestra vocación cristiana. Esto significa reconocer a Jesús como Hijo de Dios ante los hombres, agradecer su amor, manifestar la fe a la luz del sol, no sólo de palabras sino con obras, practicando el Evangelio y sirviendo a los enfermos, sufridos, pobres y necesitados al Hijo de Dios, que se ha hecho último y servidor de todos.
No debemos tener miedo de dar testimonio público de nuestra fe en nuestro mundo de hoy, indiferente y hasta hostil a Dios y a lo sobrenatural, manifestarla abiertamente en todos los ámbitos de la vida, personal, familiar, comunitario y social, dijo el prelado.
El Arzobispo de Santa Cruz, aseguró que Nuestra misión es ser luz del mundo y sal de la tierra, testimoniando al mundo la alegría del Evangelio de la vida, el amor y la esperanza. Al respecto valdría la pena ponernos una pregunta: ¿Nos animamos a salir a la misión y dar la cara por el Señor o nos dejamos llevar por el temor, el respeto humano, y la vergüenza?
La esperanza de gozar un día de la vida eterna, no implica desentendernos de nuestra vida terrenal, don de Dios que debemos cuidar con mucha solicitud, *particularmente en este trance de propagación exponencial del COVID. Es una grave amenaza para la vida de todo, en especial, para los sectores más vulnerables, entre ellos los migrantes y los refugiados*, como nos lo ha recordado ayer la celebración del Día mundial del Refugiado. Estos hermanos, entre ellos familias con niños, presentes también en nuestra ciudad, sufren en grado más elevado la situación de desamparo de los sectores pobres de nuestra sociedad, por la falta de trabajo, de atención sanitaria, de alimentos de primera necesidad y por la inseguridad del alojamiento porque no pueden pagar el alquiler, corriendo el riesgo de mayor contagio, dijo el prelado.
Homilía de Mons. Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz
21 de junio de 2020
El pasaje del Evangelio de hoy es la continuación del discurso misionero de Jesús que hemos escuchado el domingo anterior, y nos presenta a Jesús que, al momento de enviar a los discípulos a la misión, les pide asumir dos actitudes fundamentales: no tener miedo de dar testimonio de él. Jesús, por experiencia propia, sabe bien que la misión puede causar resistencias y persecuciones, por eso repite tres veces a los discípulos:”No teman”. Él los anima a ser audaces y a anunciar el evangelio al mundo entero, el don gratuito para todos y no privilegio para unos pocos: “No teman a los hombres:… lo que les digo de noche, díganlo en pleno día y lo que les hablo al oído proclámenlo desde la azotea”.
También Jesús pide a sus discípulos de no tener miedo porque cuentan con el amor providente del Padre. Si Él cuida de todas sus criaturas hasta las más pequeñas, lo hará de manera especial con nosotros sus hijos queridos para que, desde ya y para siempre, vivamos en comunión de amor con él.
Por tercera vez Jesús incita a dejar a un lado el miedo, de una vez por todas, aun cuando la vida esté amenazada: “No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma”. Hay que confiar en el Señor que ha venido a que a liberarnos del miedo de la muerte, con el que el maligno nos mantiene en esclavitud por toda la vida. Lo que hay que temer es el pecado, la muerte del alma y no los poderes humanos que no pueden matar la vida del espíritu, ni violentar nuestra libertad interior.
En la historia del pueblo de Israel y de las primeras comunidades cristianas hasta el día de hoy, ha habido muchos discípulos que han vencido al miedo y ha testimoniado al Señor. La 1ª Lectura nos presenta al profeta Jeremías, a quien Dios confía una misión ardua y peligrosa: anunciar al pueblo judío y sus autoridades el fin de la nación, la caída de Jerusalén, la destrucción del templo y el destierro en Babilonia, medidas reparadoras por la traición a la Alianza, la idolatría, las injusticias y la corrupción dominantes en el país. Los judíos no pueden creer a esta funesta profecía, confiados que Dios no los va a abandonar, a pesar de que han sido infieles a la Alianza.
La gente y hasta los “amigos más íntimos acechan la caída” de Jeremías con violencia inaudita, porque con sus palabras siembra “terror por todas partes”. Se burlan del profeta, lo persiguen y lo hunden en el barro de una cisterna medio seca, de la que es sacado por la intervención de un servidor del rey. Ante esa persecución, Jeremías se sincera y se desahoga con Dios terminando con una estupenda profesión de fe: “Tu Señor estás conmigo, como un guerrero invencible“.
De la misma manera los primeros cristianos, acogiendo con entusiasmo el mandato del Señor, se lanzan a la misión predicando y dando testimonio de Jesús resucitado, sin miedo a la persecución y al martirio. Un ejemplo luminoso es San Esteban que encabeza la larga lista de santos y mártires, hombres y mujeres de toda edad, pueblo y cultura, que han dado y dan testimonio fiel de Jesús y que nosotros admiramos y veneramos con tanto afecto. Esto es también el caso de uno de los últimos santos mártires: Mons. Oscar Romero, asesinado por defender, en nombre de Dios, la libertad y la vida del pueblo sumido en la violencia y sufrido por los abusos de la dictadura.
Estos ejemplos nos indican que dar testimonio de nuestra fe en Dios, no es una opción sino una exigencia de nuestra vocación cristiana. Esto significa reconocer a Jesús como Hijo de Dios ante los hombres, agradecer su amor, manifestar la fe a la luz del sol, no sólo de palabras sino con obras, practicando el Evangelio y sirviendo a los enfermos, sufridos, pobres y necesitados al Hijo de Dios, que se ha hecho último y servidor de todos.
Por eso, no debemos tener miedo de dar testimonio público de nuestra fe en nuestro mundo de hoy, indiferente y hasta hostil a Dios y a lo sobrenatural, manifestarla abiertamente en todos los ámbitos de la vida, personal, familiar, comunitario y social. Jesús resalta este mandato fuertemente con esas imágenes contrapuestas que hemos escuchado: No hay secreto que no sea descubierto, oculto que no sea revelado, decir en pleno día lo escuchado de noche y proclamar desde la azotea lo hablado al oído.
De estos ejemplos resulta claro que nuestra misión es ser luz del mundo y sal de la tierra, testimoniando al mundo la alegría del Evangelio de la vida, el amor y la esperanza. Al respecto valdría la pena ponernos una pregunta: ¿Nos animamos a salir a la misión y dar la cara por el Señor o nos dejamos llevar por el temor, el respeto humano, y la vergüenza?
“Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, Yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo. Pero al que no me reconoce ante la gente, yo también lo negaré ante mi Padre”. Con estas palabras alentadoras y, al mismo tiempo, desafiantes, Jesús nos dice que el juicio de Dios lo realizamos nosotros mismos acá en la tierra, está bajo nuestra responsabilidad, lo vamos armando cada día con nuestra conducta. Si pertenecemos al Señor con el corazón, si toda nuestra vida es entregada a él y al Evangelio, tendremos a Jesús como defensor ante Dios y nuestro nombre será escrito en el cielo. Pero si desconocemos que somos hijos de Dios, no reconocemos a Jesucristo como nuestro hermano y si vivimos a la merced de nuestras pasiones terrenales, la codicia, la soberbia y todo exceso, Él nos desconocerá ante Dios.
La esperanza de gozar un día de la vida eterna, no implica desentendernos de nuestra vida terrenal, don de Dios que debemos cuidar con mucha solicitud, particularmente en este trance de propagación exponencial del COVID. Es una grave amenaza para la vida de todo, en especial, para los sectores más vulnerables, entre ellos los migrantes y los refugiados, como nos lo ha recordado ayer la celebración del Día mundial del Refugiado. Estos hermanos, entre ellos familias con niños, presentes también en nuestra ciudad, sufren en grado más elevado la situación de desamparo de los sectores pobres de nuestra sociedad, por la falta de trabajo, de atención sanitaria, de alimentos de primera necesidad y por la inseguridad del alojamiento porque no pueden pagar el alquiler, corriendo el riesgo de mayor contagio.
En respuesta a este agravarse de la situación sanitaria y social en nuestra ciudad y departamento, nuestras autoridades, con la adhesión de varios sectores e instituciones, han puesto en marcha la “cruzada por la vida”, una medida extraordinaria para contrarrestar este morbo mortal. Un número importante de brigadas, con todas las medidas de seguridad, visitarán nuestras casas para identificar y brindar ayuda a las personas afectadas y a sus familias. Respondamos a esta iniciativa dando buena acogida a las brigadas y que jóvenes y adultos no tengan miedo de unirse como voluntarios al personal sanitario y de seguridad que las conforman.
Con las palabras del salmista, “Respóndenos, oh Dios, por tu gran amor y sálvanos por tu fidelidad” pedimos confiadamente al Señor que nos proteja, nos de la fuerza y mantenga viva nuestra esperanza en la lucha en contra de esta calamidad. De la misma manera le pedimos que seamos discípulos misioneros que tienen el valor de testimoniar su fe abiertamente con palabras y obras, uniéndonos al testimonio del Padre y del Espíritu Santo, como proclama la antífona del Aleluya de esta misa: “El Espíritu de la verdad dará testimonio de mí. Y ustedes también dan testimonio”. Amén