Delegados de todas las parroquias, sectores del pueblo de Dios, comisiones y Movimientos Apostólicos de nuestra Arquidiócesis que participan en la XVII Asamblea de Agentes de Pastoral, llegaron este domingo hasta la Catedral Metropolitana para participar de la Eucaristía donde Monseñor Sergio Gualberti, en su homilía, les pidió “impulsar con más audacia el proceso de renovación pastoral y conversión misionera de las estructuras y sectores de nuestra Iglesia” en camino hacia una Iglesia Misionera y servidora del reno de Dios.
El Prelado cruceño también pidió que, en el marco del V Congreso Americano Misionero, acojamos a los misioneros que llegan de todos los países del Continente y jurisdicciones de Bolivia, abriendo nuestros corazones y nuestras casas para hospedarlos con verdadero afecto de hermanos.
En su homilía, centrada en el seguimiento de Cristo y la recompensa a quien acoge a sus enviados, reflexionó sobre las palabras de Jesús en el evangelio: “El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí. El que quiera conservar su vida, la perderá, y él que la pierda por mí, la encontrará” y Al respecto aseguró que “El verdadero amor por el Señor tiene que llevarnos a la donación total de nuestro ser y a estar dispuestos a perder incluso la propia vida por Él.”
Para Monseñor “La expresión “tomar la cruz” nos lleva a pensar al misterio de amor de la muerte y resurrección del Señor y como Él, hacer de nuestra vida un don. A la luz del misterio pascual entendemos que las exigencias del seguimiento de Jesús no son un fin en sí mismas, sino la manifestación de la vida como don de sí mismo y de una entrega total y una fidelidad inquebrantable a Jesús y a los valores del reino de Dios”.
Acojamos a los misioneros abriendo nuestros corazones y nuestras casas para hospedarlos con verdadero afecto de hermanos.
“En nuestra Iglesia de Santa Cruz, a cada uno de nosotros y nuestras comunidades parroquiales la realización del V Congreso Americano misionero nos ofrece la oportunidad concreta de acoger a los enviados del Señor que llegan de todos los países del Continente y jurisdicciones de Bolivia, abriendo nuestros corazones y nuestras casas para hospedarlos con verdadero afecto de hermanos”.
HOMILÍA DE MONSEÑOR SERGIO GUALBERTI, ARZOBISPO DE SANTA CRUZ.
DOMINGO 2 DE JULIO DE 2017
Esta mañana están entre nosotros delegados de todas las parroquias, sectores del pueblo de Dios, comisiones y Movimientos Apostólicos de nuestra Arquidiócesis reunidos en la XVII Asamblea de Agentes de Pastoral.
Son nuestros representantes que, en el marco del Plan Pastoral y con el instrumento de trabajo del V Congreso Americano Misionero a realizarse el próximo año acá en Santa Cruz, están evaluando el camino recorrido para dar pautas que impulsen con más audacia el proceso de renovación pastoral y conversión misionera de las estructuras y sectores de nuestra Iglesia.
En el evangelio de hoy, última parte del discurso misionero de Jesús que hemos reflexionado en los dos anteriores domingos, hay dos temas importantes que aportan muchas luces a este camino hacia una Iglesia misionera y servidora del reino de Dios: el seguimiento de Cristo y la recompensa a quien acoge a sus enviados.
Jesús se dirige a los que quieren ser sus discípulos con un lenguaje profético y radical que nos puede desconcertar: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí, y el que ama a su hijo o su hija más que a mí no es digno de mí”.
Con estas palabras Jesús nos dice que para seguirle hace falta una opción personal que compromete toda la vida y que puede entrar en conflicto incluso con las relaciones y los deberes familiares, cuando esté en juego la fidelidad a Cristo y al Evangelio. Por encima de todas prioridades y afectos, incluso la familia, el amor humano más profundo, está Jesús y el reino de Dios.
Al exigir a los discípulos esta prueba de amor radical, Jesucristo no pretende devaluar el valor de la familia, ni crear enemistad o aversión hacia los padres. De hecho, al hacerse hombre quiso nacer, crecer y educarse en una familia, consagrándola como núcleo fundamental en la estructuración de la sociedad, cuyos valores han de ser reconocidos y preservados como valores sociales y culturales imprescindibles.
Sin embargo, Jesús quiere dejar en claro que, antes que la fidelidad que se debe a la familia, está el amor hacia su persona y la fidelidad al Reino de Dios, el plan de salvación que compromete a una nueva fraternidad universal, abierta a todos, especialmente a los pobres, marginados y excluidos. Es una propuesta radical y ardua, que exige un amor tan intenso y profundo que ningún amor humano, aunque bello y extraordinario, puede sustituir.
En mi larga experiencia de pastor, he encontrado varios jóvenes y señoritas que me expresaron haber sentido el llamado de Jesús a seguirlo en la vida sacerdotal o religiosa, pero que se encontraron con una total oposición de parte de sus familiares que de mil maneras buscaron disuadirlos de su propósito. Y muchos de esos jóvenes, no tuvieron la fuerza y la valentía de hacer la opción prioritaria de seguir a Jesús.
El verdadero amor por el Señor tiene que llevarnos a la donación total de nuestro ser y a estar dispuestos a perder incluso la propia vida por Él. Así nos dice Él con toda claridad: ”El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí. El que quiera conservar su vida, la perderá, y él que la pierda por mí, la encontrará”.
La expresión “tomar la cruz” nos lleva a pensar al misterio de amor de la muerte y resurrección del Señor y como Él, hacer de nuestra vida un don. A la luz del misterio pascual entendemos que las exigencias del seguimiento de Jesús no son un fin en sí mismas, sino la manifestación de la vida como don de sí mismo y de una entrega total y una fidelidad inquebrantable a Jesús y a los valores del reino de Dios.
Es lo que Jesús nos manifiesta con la antítesis “perder-encontrar”: sólo quien “pierde” todo por acogerlo y seguirlo, “encuentra” la vida verdadera y la alegría de la vida nueva. Es la novedad de vida cristiana que ha llamado la atención a los primeros creyentes, novedad que brota del bautismo, sacramento que nos hace partícipes de vida nueva en Cristo por su muerte y resurrección, como nos dice la Carta a los Romanos que hemos escuchado hace un momento.
La relación íntima con Cristo, con su pasión y con su sepultura, nos capacita para gozar de la nueva vida con él. Esto lleva como consecuencia morir al hombre viejo, renegar de sí mismo, abrirse al Señor para gastar la vida haciendo su voluntad y amando a los hermanos.
Al respecto, no podemos olvidar el precio del seguimiento a Jesús pagado por los primeros cristianos mártires, a causa de las persecuciones. En la pasión de Santa Perpetua, mujer y madre cristiana del inicio del III siglo d.C., se lee: “El procurador Hilariano, me dijo – “Ten piedad de los cabellos blancos de tu padre y de la tierna edad de tu hijo.
Sacrifica a los dioses por la salud del emperador”. “Pero yo respondí: – no hago sacrificios a los dioses-. Hilariano me preguntó: ”¿Eres cristiana?” Contesté: “Sí, soy cristiana”.
Y esta respuesta le costó la muerte, echada entre las bestias que la dejaron toda lacerada. ¡Qué ejemplo luminoso y valiente de amor por el Señor, preferido al amor legítimo y bueno por los familiares!
Al finalizar su discurso Jesús preanuncia a sus discípulos que en su misión podrán contar también con la acogida y aporte de hombres y mujeres que verán en ellos profetas, justos y pequeños enviados por Dios. A estas personas que por su discernimiento y su disponibilidad en colaborar a los misioneros, les espera una gran recompensa en el cielo pero también ya en esta vida gozarán de las bendiciones y cercanía del Señor.
En nuestra Iglesia de Santa Cruz, a cada uno de nosotros y nuestras comunidades parroquiales la realización del V Congreso Americano misionero nos ofrece la oportunidad concreta de acoger a los enviados del Señor que llegan de todos los países del Continente y jurisdicciones de Bolivia, abriendo nuestros corazones y nuestras casas para hospedarlos con verdadero afecto de hermanos.
Este gesto, además de ofrecernos la oportunidad de asociarnos al compromiso misionero de esos hermanos, nos favorecerá la recompensa abundante del Señor, como la mujer de Sunem que, por acoger en su casa al profeta Eliseo, recibió el don de un hijo que por tanto años había esperado en vano. Seamos hospitales, seguros que esa experiencia misionera dejará huellas profundas de fe y vida cristiana en nuestros hogares, comunidades y parroquias. Proclamemos con gratitud junto al salmista: ”Anunciaré la fidelidad del señor por los siglos, tu que has dicho:- Mi gracia permanece para siempre -”. Amén