Campanas. Desde la Basílica Menor de San Lorenzo Mártir- Catedral, el Arzobispo de Santa Cruz, Mons. Sergio Gualberti, afirmó que en este tiempo de pandemia, Jesús nos pide también a todos nosotros reavivar la hospitalidad de la que nos da testimonio la Palabra de Dios. Hospitalidad que constituye un elemento esencial de la experiencia cristiana, signo de la caridad evangélica y camino de liberación de nuestro propio egoísmo.
Así mismo el prelado dijo, que la “hospitalidad” y la acogida que nos abren a la solidaridad con el hermano necesitado, el enfermo, el pobre, el marginado, el inmigrante, el refugiado, el niño y persona de la calle, el anciano y el que vive en soledad. Ellos están a nuestro lado, a veces tocan a nuestra puerta, abrámosla pero sobre todo abramos la puerta de nuestro corazón y tendámosle nuestra mano solidaria para aliviarlos en sus dolores y necesidades.
Homilía de Mons. Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz
domingo 28/06/2020
El evangelio de hoy es la última parte del discurso misionero de Jesús que hemos meditado en los dos domingos anteriores. En este pasaje, Jesús se dirige a los que quieren ser sus discípulos, presentando las exigencias que comporta dicha opción: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí, y el que ama a su hijo o su hija más que a mí no es digno de mí”. Sus palabras no dejan dudas; si una persona quiere seguirlo tiene que jugarse su existencia y el destino de toda la vida con una decisión fundamental: poner al Señor por encima de todas las prioridades y afectos.
Estas palabras nos pueden parecer muy exigentes, casi inhumanas y que contradicen la belleza y la fuerza de los afectos familiares, el amor humano más profundo y precioso en nuestra existencia. Jesús no sustrae amores a nuestro corazón, sino que nos pide un amor más grande y radical, un amor preferente que no deprecia el valor del amor familiar, ni crea aversión o enemistad entre sus miembros. Jesús no quiere despertar ilusiones en sus seguidores, sino respuestas meditadas, libres y conscientes de las grandes responsabilidades que conlleva ser sus discípulos.
De hecho, al hacerse hombre, Jesús quiso nacer, crecer y educarse en una familia, con un padre y una madre terrenales, consagrando a la familia como pequeña iglesia doméstica y núcleo fundamental de la estructura de la sociedad. No obstante Jesús, con sus palabras provocadoras, deja en claro que Él no puede ser amado menos que una persona humana, no sería el Señor, al que hay que amar con todo el corazón y todo nuestro ser. Por otro lado, no hay que olvidar que Él nos ha amado primero, dando todo sí mismo por nuestra salvación.
Por eso, antes que la fidelidad debida a la familia, está la fidelidad hacia la persona de Cristo y el Reino de Dios, el plan de salvación que nos compromete a trabajar por la vida, el bien común y una nueva fraternidad universal, abierta a todos, que incluye preferentemente a los pobres, marginados y excluidos.
A continuación Jesús, con imágenes muy fuertes, vuelve a recalcar que su propuesta exige un verdadero amor hacia su persona, y que tenemos que estar dispuestos a la donación total de nuestra vida y a perderla por Él: ”El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí… Él que pierda la vida por mí, la encontrará”.
La expresión “tomar la cruz” nos lleva a pensar al misterio de amor de Cristo muerto y resucitado. A la luz de este misterio entendemos que las exigencias del seguimiento de Jesús no son un fin en sí mismas, sino la manifestación y realización de nuestra vida como don de uno mismo, como entrega y fidelidad total a Él y al Evangelio.
Jesús con estas palabras nos está diciendo que nosotros encontramos el sentido pleno y verdadero de nuestra vida, cuando la gastamos por Él y no cuando nos encerramos en nosotros mismos, preocupándonos egoisticamente solo de nuestro bienestar. “El que quiera conservar su vida, la perderá, y Él que la pierda por mí, la encontrará”.
Con las paradojas “Conservar-perder y perder–encontrar” Jesús reafirma que sólo quien “pierde todo“ por Él, encuentra la vida nueva y verdadera. Perder la vida no significa dejársela escapar y malgastarla, sino entregarla por amor, libre y activamente día a día por el Señor, como se entrega un don a la persona amada.
La Carta a los Romanos nos habla de la vida nueva que brota del bautismo, sacramento por el que hemos muerto al hombre viejo para renacer a la vida de Cristo muerto y resucitado. La vida nueva que implica ver la realidad que nos rodea y escudriñar los acontecimientos de la vida con la mirada de Dios y asumir un nuevo modo de actuar estando dispuestos a cargar la cruz. No cualquier cruz, sino la cruz que comporta el anuncio y el testimonio de Cristo, el vencedor de la muerte y Señor de la historia.
No sabemos si el Señor nos pide pasar por la cruz de la persecución o el martirio, pero ciertamente nos pide a todos fidelidad y coherencia a su Palabra en las opciones que se nos presentan en los hechos de cada día, ante los encantos y tentaciones de nuestro mundo materialista e indiferente a los valores evangélicos.
Al finalizar su discurso Jesús habla la acogida y la hospitalidad que se debe a los discípulos: “El que los recibe a ustedes me recibe a mí; y quién me recibe a mí, recibe al que me envió”. Los discípulos que prestan algún servicio a la comunidad y a la evangelización, no van a encontrar solo dificultades y rechazos, sino también acogida, a través de gestos, que van desde un vaso de agua fresca hasta la hospitalidad y la colaboración.
La primera lectura nos presenta el ejemplo de la generosa acogida y hospitalidad que una mujer sunamita, una pagana, reserva al profeta Eliseo, brindándole comida y alojamiento, cooperando de esta manera a la misión del profeta. Como recompensa Dios, Señor de la vida, por intercesión de Eliseo, concede a la sunamita la gracia de un hijo, quitándole el escarnio que esa sociedad reservaba a una mujer estéril.
En el pasaje del Evangelio que estamos meditando, Jesús habla también de recompensa, pero Él mismo es la recompensa para las personas que acogen, colaboran y se solidarizan con los “los profetas, los justos y los pequeños (es decir los pobres)” que han sido enviados a hacerlo presente en la historia del mundo: “El que los recibe a ustedes me recibe a mí”. Es la recompensa de participar de la vida nueva de Jesús desde ya en nuestra existencia terrenal y por toda la eternidad.
En este tiempo de pandemia, Jesús nos pide también a todos nosotros reavivar la hospitalidad de la que nos da testimonio la Palabra de Dios. Hospitalidad que constituye un elemento esencial de la experiencia cristiana, signo de la caridad evangélica y camino de liberación de nuestro propio egoísmo.
La “hospitalidad” y la acogida que nos abren a la solidaridad con el hermano necesitado, el enfermo, el pobre, el marginado, el inmigrante, el refugiado, el niño y persona de la calle, el anciano y el que vive en soledad. Ellos están a nuestro lado, a veces tocan a nuestra puerta, abrámosla pero sobre todo abramos la puerta de nuestro corazón y tendámosle nuestra mano solidaria para aliviarlos en sus dolores y necesidades.
El Evangelio hoy nos ha dicho que hasta los gestos más pequeños como “dar un vaso de agua fresca” tocan el corazón de Jesús. También nos ha recordado, que al final de todo, nuestra vida es rica solo de lo que hemos dado al hermano necesitado y que la recompensa prometida no son cosas, sino Dios mismo, don que sobrepasa los horizontes de nuestra historia humana. Amén