Campanas. En su homilía de este domingo 15 de septiembre, desde la Basílica Menor de San Lorenzo Mártir – Catedral, el Arzobispo de Santa Cruz, Mons. Sergio Gualberti, aseguró que por el pecado nosotros perdemos la dignidad de hijos de Dios y nos hacemos esclavos del pecado, pero, si nos arrepentimos, Dios en su gran misericordia nos la devuelve, nos libera de las cadenas del mal y nos hace renacer a la vida nueva. Aquí se revela el verdadero rostro de Dios como Padre misericordioso que sólo sabe amar y que solo quiere perdonar, dijo.
Así mismo el Arzobispo afirmó que Jesús nos anima a no tener miedo en reconocernos pecadores, necesitados de la misericordia del Padre. Pero también es un llamado para que nosotros seamos misericordiosos ante las debilidades y errores de los demás y que hagamos todo lo que está a nuestro alcance para reconciliarnos y vivir en paz y armonía como hermanos hijos de Dios.
Homilía de Mons. Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz
15/09/2019
Los textos bíblicos de este domingo nos hablan de la misericordia de Dios. La primera lectura nos dice que, gracias a la oración de Moisés, Dios perdona al pueblo de Israel caído en el grave pecado de idolatría. En la carta a Timoteo, Pablo da su propio testimonio de la actuación misericordiosa de Dios que lo convierte de perseguidor en apóstol.
En el evangelio Jesús, con tres parábolas, nos presenta a Dios como Padre que va al encuentro de los pecadores. Jesús está ante un escenario contradictorio: por un lado están “todos los publicanos y pecadores que se acercan a Jesús para escucharlo”, y por el otro están los fariseos y escribas que murmuran en su contra: “Este hombre recibe los pecadores y come con ellos”. Jesús, con su enseñanza deja en claro que Dios lo ha enviado para traer la salvación a todos, así lo confirma San Pablo a Timoteo: “Es doctrina cierta y digna de fe que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores”.
Veamos ahora la tercera parábola del evangelio de hoy. “Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: -Dame la parte de herencia que me corresponde.- Y el padre les repartió sus bienes”. A pesar de que estaba en su derecho negárselo, el padre accede al pedido del hijo. “Pocos días después el hijo…se fue a un país lejano”.
El deseo de libertad y emancipación del joven es tan grande que desconoce las muestras de amor del padre y deja incluso el bienestar y la seguridad de su casa. Es lo que nos pasa cuando pecamos: confundimos la libertad con nuestro capricho, pensando que hacer la voluntad de Dios limita nuestra libertad, y así dejamos la casa del Padre, buscando otros amores y viviendo a nuestro gusto y antojo.
Lejos del padre, el joven despilfarra pronto toda la plata en comilonas y juergas, quedándose solo y sin nada. Por su mala suerte, en ese país sobreviene una carestía y él comienza a padecer hambre, pero nadie le da trabajo. Por fin un hombre lo manda a cuidar cerdos, sin embargo, para saciar el hambre, tiene que disputarse las bellotas. Es el colmo de la desgracia: de hombre libre se ha vuelto esclavo y cuidador de animales considerados impuros por la religión judía.
El joven ha tocado fondo: no solo ha perdido todo lo que tenía, sino a si mismo, su dignidad de persona y la libertad que tanto había querido. Esto es lo que causa el pecado: nos reduce a esclavos del mal y perdemos la libertad y la dignidad de hijos de Dios. Cuando pareciera que todo está perdido, el joven reacciona, “entra en sí mismo”. Piensa: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!” El primer paso de la conversión es hacer verdad en nosotros mismos, tener el coraje de confrontarnos con nuestra conciencia y reconocer nuestros errores y pecados.
“Ahora mismo iré a la casa de mi padre”. El joven arrepentido toma la decisión de volver donde su Padre. Reconocer la paternidad y voluntad de Dios, no significa renunciar a la propia libertad, por el contrario es vivirla plenamente. Luego el joven prepara su confesión: “Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.” No basta reconocer en nuestro interior que hemos pecado, hay que expresarlo. Esto nos pide el Señor: acudir al sacramento de la penitencia y confesar nuestros pecados ante el sacerdote, ministro del perdón.
“Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio”. El padre sabe que su hijo, lejos de su casa, no puede hallar otro corazón de padre, por eso ha estado esperando su vuelta y ahora lo ve. Hermosa imagen: Dios es el Padre que espera que nosotros pecadores volvamos a su casa y nuestra casa.
“Se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó”. El padre no espera, corre al encuentro de su hijo, se conmueve en los más íntimo de su ser, su corazón da un vuelco, lo abraza, lo besa y no le deja terminar su confesión, solo está feliz. Llama la atención que el padre no haga ninguna referencia a sus propios sufrimientos, ni que haga un solo reproche al hijo. Por el contrario, manda a los servidores que traigan un vestido, le pongan un anillo y unas sandalias, signos de que lo rehabilita como persona libre y como hijo.
Por el pecado nosotros perdemos la dignidad de hijos de Dios y nos hacemos esclavos del pecado, pero, si nos arrepentimos, Dios en su gran misericordia nos la devuelve, nos libera de las cadenas del mal y nos hace renacer a la vida nueva. Aquí se revela el verdadero rostro de Dios como Padre misericordioso que sólo sabe amar y que solo quiere perdonar. A ese encuentro conmovedor sigue la fiesta. “Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida”. Es la alegría de Dios y de nosotros porque experimentamos su perdón y su amor.
Pero el hijo mayor, de regreso del campo, se molesta y no quiere entrar a la fiesta. El padre también sale a su encuentro porque ama a ambos hijos, y los ama por el solo hecho que son sus hijos, independientemente de su conducta. Dios Padre nos ama a pesar de nuestras desobediencias, sale a buscarnos y nos anima a volver a la casa paterna.
Esta parábola de Jesús nos colma de esperanza y nos anima a no tener miedo en reconocernos pecadores, necesitados de la misericordia del Padre. Pero también es un llamado para que nosotros seamos misericordiosos ante las debilidades y errores de los demás y que hagamos todo lo que está a nuestro alcance para reconciliarnos y vivir en paz y armonía como hermanos hijos de Dios.
Antes de terminar permítanme unas palabras acerca del clima de tensión, incertidumbre y temor vividos en estos días por los incendios en nuestro territorio amazónico, un verdadero desastre ecológico de alcance nacional y por los enfrentamientos violentos entre distintos sectores de nuestra sociedad. En nombre de Dios pido a todos deponer actitudes y lenguajes provocadores y beligerantes, y dejar de lado intereses económicos y cálculos políticos particulares para unirnos todos en restablecer un clima de paz y poner todos nuestros esfuerzos para salvar nuestra casa común, el don que Dios ha confiado a nuestro cuidado y que está gravemente herida. No olvidemos que nuestra vida está estrechamente unida a la vida de toda la creación.
Por eso, les invito encarecidamente a todos a participar del rezo comunitario del rosario martes y de la caminata el día viernes próximos, pidiendo al Señor que cambie nuestros corazones y que nos volvamos guardianes celosos de nuestra “hermana madre tierra”. Amén
OFICINA DE PRENSA DE LA ARQUIDIOCESIS DE SANTA CRUZ