En su homilía de hoy domingo 26 de junio del 2016, el Arzobispo de Santa Cruz nos invita a reflexionar sobre la carta de San Pablo a los cristianos de Galacia que nos habla de “la libertad que Cristo nos ha dado… Ustedes, hermanos, han sido llamados para vivir en la libertad”. La libertad es la identidad cristiana, una libertad que se expresa en el amor al prójimo y que capacita para superar todas las esclavitudes, pasiones y bajos instintos. Gracias al don de la libertad, podemos desafiar y resistir a toda amenaza en contra de la misma, tanto en el ámbito personal, como social, cultural y político.
Al mismo tiempo Mons. Sergio expresó con mucha preocupación que la sociedad de hoy, marcada por el pensamiento dominante del relativismo no acepta discrepancias ni que se cuestionen sus dictámenes, aún cuando vulneran la dignidad y derechos de las personas, de las familias o de los pueblos. A los que disienten y defienden pública y pacíficamente sus convicciones y visiones de la vida y del mundo, se los acusa de fomentar el odio, de ser intolerantes y se los amenaza hasta con sanciones. Ante este panorama queda claro quien de verdad censura a la democracia.
La libertad que el Señor nos ha dado es el signo luminoso de la novedad cristiana, no sujeta a ninguna dependencia o maldad, libertad que nos mueve a proclamar la verdad del hombre y de Dios y vivir el amor, como Cristo que entregó su vida con alegría y generosidad por la Buena Noticia del Reino de Dios. manifestó
Homilía de Mons. Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz/26/06/2016
El Evangelio de hoy nos dice que Jesús, estando cerca el cumplimiento de su misión, se encamina decididamente hacia Jerusalén, hacia la cruz de la que brota la liberación definitiva y hacia la consiguiente glorificación.
Jesús envía mensajeros en el territorio de Samaría, por donde tenía que pasar, una región marginada por los judíos porque los Samaritanos no reconocían al templo de Jerusalén como único lugar de culto al Dios verdadero. Ellos, al enterarse de que Jesús quería ir Jerusalén, no lo reciben. Jesús, rechazado por el pueblo y autoridades judías, ahora lo es también por parte de ese pueblo marginado, excluido de los excluidos.
Ante este rechazo, dos discípulos de Jesús, los hermanos Santiago y Juan, le piden la autorización para castigar a ese pueblo, pero él, que es manso y humilde de corazón, los reprende y se encamina hacia otra aldea. Como Jesús, los cristianos estamos llamados a impregnarnos de este espíritu de misericordia y bondad hacia todos, hacia los que están cerca, los que están lejos y los que son hostiles a nuestra fe.
Este rechazo no detiene a Jesús, Él sigue su camino hacia Jerusalén, acompañado por sus discípulos. Y mientras están caminando, un hombre se acerca y dice a Jesús: “¡Te seguiré adonde vayas!” Este hombre no identificado que está dispuesto a ir detrás de Jesús en todo lugar y momento, representa a todo aquel que quiere seguirlo en el arduo camino de ser su discípulo, iniciando un proceso de conversión. Jesús le contesta presentándole las exigencias del seguimiento con una imagen muy iluminadora: “Los zorros tienen su cueva y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza.” Seguir a Jesús, exige poner nuestra seguridad en Dios y no en los bienes materiales, en la riquezas y en las relaciones sociales. Seguir a Jesús es tenerlo como nuestro único tesoro y ponernos en las manos providentes de Dios, conscientes de que, a causa de fragilidad y las limitaciones humanas, nuestra subsistencia depende solo de él.
Hacerse un ídolo de los bienes materiales es nuestra gran tentación, semejante a la que sufrió Jesús en el desierto. Esta tentación se presenta de manera solapada en nuestro corazón y nos mueve a poner nuestra fe en Jesucristo no por su persona y su amor, sino porque esperamos de Él la seguridad, el bienestar, la salud y otros privilegios.
Jesús ha vencido esa tentación y nos ha dado el ejemplo naciendo y viviendo pobre entre los pobres, como nos dice San Pablo. “Ya conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, quien por ustedes se hizo pobre siendo rico, para que ustedes, por su pobreza, se hicieran ricos” (2Cor. 8,9). Jesús se ha entregado a nosotros con generosidad, dándonos todo su Ser para que fuéramos ricos de la vida de Dios. Él nos ama y quiere ser amado en su persona, por lo que es y no por su poder o por lo que nos puede dar.
Después de esa respuesta Jesús toma la iniciativa y dice a otro:” Sígueme”. La llamada pertenece al Señor, llamada libre y por amor, a nosotros nos corresponde la respuesta. Ese otro hombre pero, más allá de su buena voluntad de aceptar la invitación de Jesús, pone una objeción, pide más tiempo para poder cumplir “antes” lo que más le interesa: atender a su padre anciano en sus últimos días hasta enterrarlo.
Esto es un deber familiar propio de la piedad de hijo previsto en la ley judía, sin embargo, Jesús aclara que, para el discípulo el anuncio del Reino de Dios es prioritario por encima de todo afecto humano, aún sublime. Toda realidad humana, por grande que sea, “procede” del amor de Dios y no se puede absolutizar o poner delante de Él. Si hay algo antes que el Señor, el Señor ya no es el Señor.
Un tercer hombre dice a Jesús: “Te seguiré Señor, pero permíteme que vaya antes a despedirme de los de mi casa”. Este hombre se propone a Jesús pero el mismo se pone la prioridad: tomar un tiempo para despedirse de los de su casa, mostrando así que es indeciso, le cuesta romper sus raíces y relaciones. El pretende seguir a Jesús pero no en el presente, en el futuro: “te seguiré”. Jesús le contesta que no hay tiempo que perder, urge la tarea del anuncio del Evangelio, no hay que mirar atrás. Seguir a Jesús implica ser libres, y por amor renunciar no sólo a las cosas y personas, sino a sí mismo, a la propia historia y mirar hacia adelante, hacia Dios y su Reino.
El encuentro de Jesús con esos tres hombres, nos está indicando que solamente quien logra superar la tentación del apego a sí mismo y a nuestras seguridades materiales, afectivas y personales, es asociado a Él y puede seguirle en su camino: “El que quiera seguirme, que renuncie a si mismo”. Nuestra voluntad está dividida ante el llamado del Señor: por un lado nos atrae la propuesta de seguir a Jesús pero, por el otro, queremos estás apegados a nuestro yo, nuestros gustos y seguridades. Caminar con Jesús implica superar esta ambigüedad interior: queremos el fin, es decir estar con Jesús y con Dios, pero sin cumplir los medios, sin romper con nuestras ataduras y sin dejar nuestras seguridades.
Por eso hace falta sanar nuestra voluntad, acordar nuestra voluntad a la voluntad de Dios y tener un espíritu libre, movidos únicamente por el amor a él y por el deseo de servirle.
San Pablo en su carta a los cristianos de Galacia que hemos escuchado en la 2da lectura, nos habla de “la libertad que Cristo nos ha dado… Ustedes, hermanos, han sido llamados para vivir en la libertad”. La libertad es la identidad cristiana, una libertad que se expresa en el amor al prójimo y que capacita para superar todas las esclavitudes, pasiones y bajos instintos. Gracias al don de la libertad, podemos desafiar y resistir a toda amenaza en contra de la misma, tanto en el ámbito personal, como social, cultural y político.
La sociedad de hoy, marcada por el pensamiento dominante del relativismo no acepta discrepancias ni que se cuestionen sus dictámenes, aún cuando vulneran la dignidad y derechos de las personas, de las familias o de los pueblos. A los que disienten y defienden pública y pacíficamente sus convicciones y visiones de la vida y del mundo, se los acusa de fomentar el odio, de ser intolerantes y se los amenaza hasta con sanciones. Ante este panorama queda claro quien de verdad censura a la democracia.
La libertad que el Señor nos ha dado es el signo luminoso de la novedad cristiana, no sujeta a ninguna dependencia o maldad, libertad que nos mueve a proclamar la verdad del hombre y de Dios y vivir el amor, como Cristo que entregó su vida con alegría y generosidad por la Buena Noticia del Reino de Dios. Amén