Campanas. Este domingo 09 de octubre desde la Catedral, Mons. Estanislao Dowlaszewicz, OFM Conv. Obispo Auxiliar de Santa Cruz afirmó que, nuestra “lepra” es el olvido de Dios; creer que lo podemos todo y que somos poderosos, porque hoy tenemos el poder de decidir sobre el futuro y podemos hacer todo para despreciar al otro que piensa diferente o vive en otra región del mundo. Otra «lepra» puede ser el egoísmo: mirarnos solo a nosotros mismos como si fuéramos el centro del universo.
Tanto en la primera lectura como en el Evangelio se nos habla de dos personajes que fueron curados de la lepra. En el primer caso, por la intercesión del profeta Eliseo; en el segundo, por el mandato de Nuestro Señor Jesucristo. Ser leproso y estar excluido de la sociedad en aquellos tiempos implicaba prácticamente la misma condición. Ser leproso y ser un pecador no tenía mayor diferencia.
Son muchas las «lepras contemporáneas» que azotan nuestra vida cristiana y nos separan del amor de Dios.
Pero si tenemos la fe y la confesamos, como lo hace Pablo en su carta a Timoteo, Dios permanecerá siempre fiel, porque no puede negarse a sí mismo.
La vida cristiana necesita la experiencia de la compasión y de la fe.
En nuestra vida ordinaria pueden aparecer experiencias tan dramáticas como la lepra, experiencias que nos hacen caer en la cuenta de nuestra vulnerabilidad y fragilidad humanas. Entonces nos volvemos capaces de abrirnos tanto a la compasión de Jesús como a la fe del samaritano.
Estamos tan entretenidos en las rutinas de la vida, que no somos conscientes de lo necesitados que estamos de Dios.
No somos consciente de lo necesitados que estamos de Dios, estamos tan entretenidos en las rutinas de la vida y absorbidos por nuestro trabajo, ocupaciones y demás preocupaciones, no somos consciente de que caemos en un círculo vicioso, un ciclo en el que vivir sin Dios se convierte en algo habitual.
El cristiano ha de purificar su mirada de las muchas “lepras” que le impiden ver la bondad de Dios en el prójimo.
Para llevar una vida satisfactoria, el cristiano ha de purificar su mirada de las muchas “lepras” que le impiden ver la bondad de Dios en el prójimo y en todo lo creado. Esa purificación no es un ejercicio de un solo día, sino una actividad constante.
Debemos purificar también nuestros oídos y nuestras palabras de todo aquello que nos separa o nos impide hacer el bien, sea pensado, escuchado, expresado o llevado a cabo. En definitiva, se trata de una purificación del corazón que nos permite ser conscientes de la gratuidad en la que estamos envueltos.
Esto nos recuerda que sin fe es imposible que Jesús pueda actuar en nosotros.
Homilía de Mons. Estanislao Dowlaszewicz, OFM Conv, Obispo Auxiliar de Santa Cruz
Domingo XXVIII C – 09/10/2022
Tanto en la primera lectura como en el Evangelio se nos habla de dos personajes que fueron curados de la lepra. En el primer caso, por la intercesión del profeta Eliseo; en el segundo, por el mandato de Nuestro Señor Jesucristo. Ser leproso y estar excluido de la sociedad en aquellos tiempos implicaba prácticamente la misma condición. Ser leproso y ser un pecador no tenía mayor diferencia.
La lectura del Libro de los Reyes nos presenta una narración del ciclo del profeta Eliseo -discípulo del gran profeta Elías, en la que se nos muestra la acción beneficiosa para un leproso extranjero; nada menos que Naamán, el general de Siria, pueblo enemigo de Israel.
La lepra era considerada la enfermedad más impura y diabólica. ¿Cómo tratar a este enfermo, que además es un extranjero? Eliseo, a diferencia de su maestro Elías, que era un profeta de la palabra, se nos presenta y recurre el mítico Jordán, el río de la tierra santa, para que se bañe o se bautice en sus aguas curativas, casi divinas, para aquella mentalidad.
Pero lo importante es la acción de gracias a Dios, ya que el profeta no quiere aceptar nada para sí. Este ejemplo, concretamente, había sido puesto ante los ojos de sus paisanos en Nazaret, para mostrar el proyecto nuevo del reino de Dios que no se atiene a criterios de raza y religión para mostrar su gratuidad y su paternidad para todo ser humano. Toda persona, ante Dios, es un hijo verdadero. Ese es el Dios de Jesús.
El ejemplo moral de Eliseo, de no despreciar a un extranjero es un adelanto profético de lo que había de venir con la predicación del evangelio. Por ello, cuando las religiones dividen y justifican guerras y odios, entonces las religiones han perdido su razón de ser y de existir.
Nos encontramos en el territorio entre Galilea y Samaría, cuando Jesús está camino a Jerusalén desde hace tiempo. En el Evangelio, Jesús nos muestra su compasión sanando a un grupo de leprosos.
Se encuentra con ellos en las afueras de un pueblo, es decir, donde los leprosos podían quedarse. Como lo exigen las normas, los leprosos se mantuvieron a distancia y clamaron por la ayuda de Jesús. Conscientes de su impotencia y pobreza, pidieron misericordia; confiaban en que Jesús los rescataría de sus desgracias: “¡Jesús, Maestro, ¡ten piedad de nosotros!”
No pueden ayudarse a sí mismos; solo pueden aceptar la ayuda de alguien fuera de su círculo, de alguien que tenga poder sobre su enfermedad y esté dispuesto a usar ese poder para su beneficio.
En el caso de los leprosos, la iniciativa no le pertenece a Jesús. Ni siquiera se acerca a ellos. Los envía diciéndoles: “Vayan a presentarse a los sacerdotes”.
Tenemos la impresión de que quiere liberarse de ellos. Los dirige a los sacerdotes sin tomar ninguna acción visible para curar la lepra. Según la ley del Antiguo Testamento, los sacerdotes tenían competencia sobre esta enfermedad (Levítico 13-14).
Tenían que comprobar si el leproso se había recuperado. Dependía de su opinión si podía ser readmitido en la sociedad. La aparición de los diez leprosos ante los sacerdotes solo tendría sentido si hubieran sido curados antes.
Jesús simplemente les dice que sigan el camino. Exige a los leprosos fe y confianza en que el camino trazado por él tiene sentido y conduce a la meta. De hecho, en este caminar son curados: quedan limpios de lepra.Hasta ahora, diez leprosos se presentan como un grupo muy unido. Todos actúan igual; todos experimentaron lo mismo. Ahora uno se separa del grupo y vuelve a Jesús.
Otros corren hacia los sacerdotes. Les gustaría ser reconocidos como limpios lo antes posible y dejar atrás su destino. Les gustaría volver a la sociedad humana tan pronto como sea posible como miembros de pleno derecho, plenamente aceptados. Solo están interesados en los beneficios de la curación.
Solo miran hacia el futuro, y no miran al Aquel quien cambió su destino y su vida. Una vez que han recibido ayuda, se olvidan rápidamente de Él.
“Solo uno de ellos, al comprobar que estaba sanado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias”. Antes de eso, todos gritaron en voz alta pidiendo misericordia.
Ahora solo este uno, el Samaritano alaba a Dios y agradece a Jesús. En lo que hizo Jesús, él ve un regalo de Dios. Habiendo regresado a Jesús, puede esta vez acercarse a Él y encontrarse con Él como quien lo ayudó y le dio los dones de Dios.
La limpieza de la lepra resultó ser no solo un retorno a la salud y a la convivencia con otras personas, sino también una oportunidad de encontrar a Dios.
Su enfermedad lo llevó a su primer contacto con Jesús, a la distancia. Después de ser sanado, no se alejó de Jesús, sino que volvió a Él glorificando a Dios.
Jesús le muestra el camino a seguir, no sólo como la persona que fue sanada de la lepra, sino como quien tiene una base sólida para esta experiencia. Todo el evento termina con las palabras: “Levántate, ve, tu fe te ha sanado”.
Son muchas las «lepras contemporáneas» que azotan nuestra vida cristiana y nos separan del amor de Dios. Pero si tenemos la fe y la confesamos, como lo hace Pablo en su carta a Timoteo, Dios permanecerá siempre fiel, porque no puede negarse a sí mismo.
La vida cristiana necesita la experiencia de la compasión y de la fe: la lepra es el punto de partida para comprender el mensaje del Evangelio de hoy.
Y es que en nuestra vida ordinaria pueden aparecer experiencias tan dramáticas como la lepra, experiencias que nos hacen caer en la cuenta de nuestra vulnerabilidad y fragilidad humanas. Entonces nos volvemos capaces de abrirnos tanto a la compasión de Jesús como a la fe del samaritano.
Podríamos preguntarnos: “¿Cuáles son nuestras lepras?, ¿de qué necesito ser purificado y redimido?, ¿qué me excluye de la Iglesia, de la sociedad y del mundo en el que vivo?”.
Muchas veces no somos consciente de lo necesitados que estamos de Dios. Entretenidos en las rutinas de la vida y absorbidos por nuestro trabajo, ocupaciones y demás preocupaciones, no somos consciente de que caemos en un círculo vicioso, un ciclo en el que vivir sin Dios se convierte en algo habitual.
La enfermedad de la lepra fue el motivo que estas personas encontraron para suplicarle a Dios su compasión. ¿Cuáles son las razones que tenemos hoy para que el Señor tenga compasión de nosotros?
Quizá nuestra “lepra” es el olvido de Dios: creer que lo podemos todo y que somos poderosos, porque hoy tenemos el poder de decidir sobre el futuro y podemos hacer todo para despreciar al otro que piensa diferente o vive en otra región del mundo. Otra «lepra» puede ser el egoísmo: mirarnos solo a nosotros mismos como si fuéramos el centro del universo. Hay muchos modos de ser un “leproso contemporáneo”.
Nadie quiere estar enfermo y, por tanto, no creo que queramos vivir con la barrera de la lepra. Como cristianos, necesitamos la compasión de unos con otros. “Ten compasión de nosotros, Señor”. La reacción de Jesús es inmediata: hay que acogerlos; nada ha de ser obstáculo para atender a los que sufren.
Porque somos vulnerables; porque nuestra vida es frágil; porque nuestras consciencias están adormecidas por el consumismo, las modas, la telebasura…; porque no hacemos todo el bien que podríamos, ni somos los suficientemente generosos con los demás, pidamos a Dios que tenga compasión de nosotros.
Para llevar una vida satisfactoria, el cristiano ha de purificar su mirada de las muchas “lepras” que le impiden ver la bondad de Dios en el prójimo y en todo lo creado. Esa purificación no es un ejercicio de un solo día, sino una actividad constante.
Debemos purificar también nuestros oídos y nuestras palabras de todo aquello que nos separa o nos impide hacer el bien, sea pensado, escuchado, expresado o llevado a cabo. En definitiva, se trata de una purificación del corazón que nos permite ser conscientes de la gratuidad en la que estamos envueltos.
Esto nos recuerda que sin fe es imposible que Jesús pueda actuar en nosotros.