En el cuarto domingo de Cuaresma, Monseñor Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz pidió reconciliarnos con Dios para así, poder reconciliarnos con nuestros hermanos e instaurar nuevas relaciones sobre la base de la fraterndiad y el amor.
Refiriendose a la parábola del hijo pródigo o también llamada parábola del Padre Misericordioso, afirmó que “Con esta parábola Jesús nos dice que debemos mirar a Dios como verdadero Padre y como tal debemos relacionarnos con él, reconocer que necesitamos acoger su palabra y sobre todo dejarnos amar porque él solamente quiere nuestro bien y nuestra vida”.
HOMILÍA DE MONSEÑOR SERGIO GUALBERTI, ARZOBISPO DE SANTA CRUZ.
DOMINGO 6 DE MARZO DE 2016
Queridos hermanos y hermanas, las lecturas de este 4º domingo de cuaresma, nos dan mucha luz acerca de la actitud de Dios hacia los pecadores y nos animan a emprender confiadamente el camino de la conversión, en este Año Santo de la misericordia.
“El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha pasado, un ser nuevo se ha hecho presente”, son las palabras de San Pablo que acabamos de escuchar. Justamente esta es la finalidad de nuestro camino cuaresmal: dejar a un lado el pasado de pecado, ser nuevas criaturas y vivir en Cristo.
En el evangelio Jesús, con la hermosa parábola del “hijo pródigo”, o mejor dicho del “padre misericordioso”, nos aclara como debemos relacionarnos con Dios y los hermanos. Jesús se encuentra ante un público contradictorio: por un lado están “todos los publicanos y pecadores que se le acercaban para escucharlo”, y por el otro los fariseos y escribas que “murmuraban… Este hombre recibe los pecadores y come con ellos”. Jesús responde a esta crítica mostrando que él actúa en total consonancia con Dios Padre.
“Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre:”Dame la parte de herencia que me corresponde”. Y el padre les repartió sus bienes”. El padre accedió al pedido, aunque sabía que su hijo estaba dando un paso equivocado. “Pocos días después el hijo…se fue a un país lejano”. Ese joven quería su emancipación y gozar de total libertad, por eso no le importó salirse de la seguridad y la buena vida de su casa. Es lo que pasa cuando pecamos: dejamos la casa del Padre para vivir según nuestro gusto y antojo, desconociendo su palabra, su voluntad y sobre todo su amor.
Con la plata a disposición, el joven se rodeó de amigos y mujeres de vida fácil y se dedicó a las fiestas y a la juerga. Como era previsible, cuando despilfarró toda la gran cantidad de dinero, sus malos compañeros se esfumaron, y se quedó sólo. Por colmo de la mala suerte, en ese país sobrevino una hambruna y él comenzó a padecer hambre.
Fue a buscar trabajo pero no lo encontraba, hasta que por fin un hombre lo mandó a cuidar cerdos. Pero, para saciar su hambre tenía que disputarse las bellotas con los chanchos. El joven llegó a tocar el fondo de su desdicha: humillado y contaminados por los chanchos, animales considerados impuros por la religión judía. Él no solo perdió todos sus bienes, sino que se perdió a si mismo, su identidad más profunda, su dignidad de persona y su libertad.
Sin embargo, cuando todo parecía perdido, logró reaccionar, “entró en si mismo” y pensó: “¡Cuántos jornaleros de mi Padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!” El primer paso de la conversión es entrar en nosotros mismos, tener el coraje de confrontarnos sin miedo con nuestra conciencia y reconocer nuestra miseria y nuestros pecados.
“Ahora mismo iré a la casa de mi padre”. La conversión es volver a la casa del Padre y reconocer que necesitamos su amor misericordioso. Aceptar su paternidad y cumplir su voluntad no significa renunciar a nuestra libertad, sino vivirla en plenitud. Es aceptar que somos sus hijos y que nos realizamos cuando vivimos como tales, y que nuestra libertad tiene un solo límite: el amor paternal de Dios.
El joven se preparó a dar el paso con una profunda y hermosa confesión: “Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.” “Pequé contra ti y contra el cielo”: No es suficiente reconocer en el interior de nosotros mismos que hemos pecado, tenemos que expresarlo a voz. Es lo que estamos llamados a hacer cuando acudimos al sacramento de la penitencia: confesar nuestros pecados para recibir el perdón por manos del sacerdote, ministro de la misericordia de Dios.
“Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó”. El joven cumplió su propósito, se sacudió de su postración, se levantó y se puso en camino. Sorpresa: estando él todavía lejos el padre lo divisó.
El tenía la certeza de que su hijo no podría encontrar en ningún lugar la alegría y la serenidad de la casa paterna y que lejos de ella no hallaría ningún corazón de padre. Por eso escrutaba el camino con la esperanza de ver regresar al hijo, confiando que éste, después de esa amarga experiencia, sabría apreciar lo que había perdido.
El padre se conmovió profundamente. Es un sentimiento entrañable, un vuelco en su corazón, expresado en el beso y en el abrazo tan fuerte que no dejó que el hijo terminara de confesar su error y culpa. Al padre le bastó haber recobrado a su hijo, por eso enseguida mandó a los siervos a traer un vestido, a ponerle el anillo al dedo y las sandalias a los pies, signos de que le devolvía los derechos propios de un hijo y de una persona libre. Además, lleno de alegría, hizo matar al ternero gordo e inició la gran fiesta: “porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado”.
Lo que llama la atención es que el padre no hizo ninguna referencia a lo que él había sufrido, ni tuvo el más mínimo reproche por lo que el hijo hizo. Jesús con esta escena nos presenta el rostro verdadero del Padre misericordioso que perdona porque sólo sabe y quiere amar.
Pero no todos los de la casa participan de la fiesta. El hijo mayor, al regresar del campo, oyó la música y los coros de la fiesta, se enojó y no quería entrar. El Padre nuevamente tomó la iniciativa y salió a rogarle que entrara. A él también el padre, a pesar de su rechazo, manifestó su amor: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo”. El padre ama inmensamente a ambos hijos por el solo hecho que son sus hijos, más allá de sus actitudes. Son muy significativas sus palabras para convencer al hijo mayor, “tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida”. El quiere despertar en el hijo mayor los sentimientos propios de hermanos: los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de un hermano, tienen que ser también del otro. Por eso lo invita a alegrarse con él, porque su hermano ha sido encontrado y ha vuelto a la vida. Dejarnos reconciliar por Dios y ser nuevas criaturas, implica perdonarnos y reconciliarnos con los hermanos, aunque se hayan equivocado.
Con esta parábola Jesús nos dice que debemos mirar a Dios como verdadero Padre y como tal debemos relacionarnos con él, reconocer que necesitamos acoger su palabra y sobre todo dejarnos amar porque él solamente quiere nuestro bien y nuestra vida.
Esta parábola, como fue peligrosa para los escribas y fariseos, de la misma manera es peligrosa para nuestros prejuicios y nuestro mundo cerrado y excluyente, que Jesús ha venido a desenmascarar y a desinstalar, proponiéndonos una nueva manera de relacionarnos con Dios y con los demás, tanto a nivel personal como social. Dios nos pide dejar las relaciones construidas sobre la soberbia, sobre la mentira y la incapacidad de reconocer con humildad nuestros errores, sobre el amor propio ofendido y el rencor siempre listo para “vengarse”, sobre una excesiva susceptibilidad, sobre la exigencia de que, aquel que se equivoca, tiene que dar el primer paso y tiene que pagar, sobre la marginación del que es “diverso” y del “sospechoso”, y sobre la incapacidad de pedir y conceder el perdón.
San Pablo nos suplica para que nos atrevamos a dar este paso:”En nombre de Cristo: Déjense reconciliar con Dios”. Dejémonos amar por él que nos quiere traer de vuelta a su casa, que nos perdona y que con gran alegría hace fiesta por habernos encontrado y devuelto a la vida. Así, reconciliados con Dios, podremos también instaurar nuevas relaciones de reconciliación, perdón y solidaridad como verdaderos hermanos.
No puedo terminar sin pedir un particular recuerdo y una sentida oración por nuestro querido Cardenal Julio por dos fechas significativas: mañana él hubiera cumplido 80 años y el día miércoles próximo se cumplen tres meses de su partida a la casa del Padre. En ambas fechas les invitamos a participar de las Eucaristías de sufragio que se celebrarán pidiendo al Dios de la vida que lo tenga entre en la gloria del Señor Resucitado. Amén
Oficina de prensa de la Arquidiócesis de Santa Cruz de la Sierra.