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miércoles 7 junio 2023
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La paz de Jesús no es como la del mundo, que se funda en la violación de los derechos humanos, y en la explotación de los más pobres dice Mons. Sergio

En su Homilía de este domingo 18 de agosto de 2019, el Arzobispo de Santa Cruz, Monseñor  Sergio Gualberti, aseguró que la paz de  Jesús no es como la da el mundo “. La paz del mundo a menudo se funda en un orden impuesto con violencia y opresión, con engaño y mentira, con amenazas y el miedo con la violación de los derechos humanos y con la  explotación de los más pobres, débiles y vulnerables. Este orden injusto es propio de sistemas dictatoriales y autoritarios.

Homilía de Monseñor Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz

domingo 18/8/2019

 “Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” Con esta imagen del fuego ardiente, Jesús expresa el deseo y la urgencia de llevar a cumplimiento pleno su obra, pero al mismo tiempo la tensión que esto provoca en Él. Jesús siente que la muerte violenta que le espera es como un incendio por el que tiene que pasar y, a través del cual, Dios Padre manifiesta su juicio definitivo en favor de Él y su obra.

De la misma manera, con la otra expresión: “Tengo que recibir un bautismo”, Jesús revela que ese paso decisivo es como su bautismo, la inmersión en las aguas profundas del rechazo, del sufrimiento y de la muerte en cruz. Jesús experimenta todo el peso del trago amargo que le están preparando, como manifiestan sus palabras conmovedoras: ”¡Y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente!” Angustia ya parcialmente experimentada por la persecución y amenazas vividas a lo largo de su ministerio público y que se transformará en gotas de sangre en el Getsemaní.

Estas dos imágenes expresan la opción radical y profética de Jesús que da un sentido religioso a su muerte violenta y que, por tanto, no es solo resultado de la maldad humana. Él tiene que atravesar las aguas y el fuego de la muerte en cruz para dar cumplimiento al plan de salvación del Padre, punto culminante de toda una vida gastada con fidelidad a Dios y por amor a la humanidad. La muerte de Jesús nos hace tomar consciencia a todos los cristianos que vivimos el tiempo presente a la luz del juicio de Dios, el antídoto de toda hipocresía. Ante Dios no hay como engañarnos ni engañarlo.  Es el momento de la conversión, la oportunidad de optar por la cruz del Señor.

Desde esta perspectiva podemos entender las otras palabras fuertes de Jesús: “¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? ¡No, les digo que he venido a traer la división!”. ¿Jesús, el príncipe de paz, ha venido a encender una esperanza en nosotros y luego la apaga? Claramente no.

La división no es su finalidad, sino consecuencia de la decisión de cada persona. De un lado están los que dicen no necesitar la salvación y que no se convierten porque se creen justos o son indiferentes a Dios y, del otro, están los pobres pecadores conscientes de que con sus propias fuerzas no logran salir adelante en su vida de fe y que necesitan convertirse al Señor. Por eso la paz que Jesús nos trae no es tranquila y sin tensiones, es fruto de una opción que provoca contrastes y laceraciones, incluso divisiones entre miembros de una misma familia.  

Jesús mismo dice que su paz no es cualquier paz: La paz les dejo, mi paz les doy, pero no como la da el mundo “. La paz del mundo a menudo se funda en un orden impuesto con violencia y opresión, con engaño y mentira, con amenazas y el miedo con la violación de los derechos humanos y con la  explotación de los más pobres, débiles y vulnerables. Este orden injusto es propio de sistemas dictatoriales y autoritarios.

La primera lectura nos presenta un testimonio claro de esta paz del mundo. El profeta Jeremías recibe la misión de anunciar el juicio de Dios sobre la ciudad de Jerusalén y el pueblo judío. A pesar de que provocará una fuerte reacción Jeremías, con valentía y fidelidad al mandato recibido, levanta su voz de alarma: “Así habla el Señor”. Esta ciudad será entregada al ejército del rey de Babilonia” que ya está sitiando la misma. Esta desgracia ha sido provocada por el mismo pueblo dividido y debilitado a causa de la instauración de un sistema injusto e inicuo, por su infidelidad a la Alianza con Dios, por no escuchar su palabra y por aliarse con potencias extranjeras. Las autoridades y los poderosos del pueblo, encerrados en sus seguridades, reaccionan duramente ante la noticia aterradora de Jeremías. Acusan al profeta de buscar la destrucción de la ciudad e incitan al rey para que lo haga callar. El profeta insultado y golpeado viene salvado cuando está a punto de ser asesinado.

La paz y seguridad proclamadas por la ceguera y terquedad de las autoridades y del rey, provocará, como resultado lamentable e inevitable, la destrucción total de Jerusalén y de su Templo. El rey, los poderosos y la gran mayoría de la población serán desterrados a Babilonia, quedando en la ciudad en ruinas solo un pequeño resto de gente pobre e indigente.

La paz de Jesús es muy distinta de la del mundo, es el don gratuito que nos hace ser partícipes de su propia vida, que convierte nuestro corazón y nuestra existencia y que nos hace capaces de nuevas relaciones de amor con Dios y con los hermanos. La paz que nos mueve a la misericordia y al perdón, que nos abre a la solidaridad con el prójimo y los necesitados y que nos colma de alegría. Es la paz que Jesús sembró en su vida, actuando con misericordia y haciendo el bien a todos, pobres, enfermos, poseídos por espíritus malignos, desdichados y pecadores. Siempre Jesús puso, en primer lugar y sin distinción alguna, la dignidad de toda persona humana en cuanto creada a imagen y semejanza de Dios. Por eso, como nos dice el texto de la carta a los Hebreos, tenemos que fijar la mirada en el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús, el cual, en lugar del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz sin tener en cuenta la infamia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios”.

Fijar nuestra mirada en Jesús que ha vivido en plenitud la fe, sellada para siempre con su muerte profética en la cruz, cumpliendo el plan de salvación de Dios y liberándonos de la esclavitud del pecado y de la muerte.  

Fijar nuestra mirada en Jesús, punto de referencia certera y eje central de nuestra existencia cristiana. Él que, en fidelidad a Dios y en solidaridad con nuestra naturaleza humana, cruzó el fuego ardiente y las aguas del bautismo para abrirnos el camino de la fe.

 Fijar nuestra mirada en Jesús y en su testimonio para enfrentar como Él, con valentía y fortaleza, la tarea difícil de elevar, en nombre del Evangelio, la voz profética ante toda clase de males personales y sociales, ante los abusos de los poderes públicos, la manipulación de la justicia, el despilfarro de los bienes comunes, el recurso a la violencia y al amedrentamiento, a la mentira y al engaño.

No nos cansemos de fijar nuestra mirada en Jesús confiados que en Él encontramos nuestra alegría y la ayuda necesaria para ser sus testigos superando nuestros límites y fragilidades como dice el salmo de hoy: “Yo soy pobre y miserable, pero el Señor piensa en mí; Tú eres mi ayuda y mi libertador, ¡no tardes, Dios mío!”. Amén

Graciela Arandia de Hidalgo



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