Este domingo 1 de mayo, en su Homilía el Arzobispo de Santa Cruz, Monseñor Sergio Gualberti, aseguro que No se construye paz cuando se recurre a las viejas mañas de la represión, a los muros y rejas, a la gasificación y a las palizas, sino mas bien hay que escuchar y sentarse a dialogar para dar solución al pedido de mejores condiciones de vida de los hermanos discapacitados.
El Prelado expresó que esta actitud de indiferencia y violencia, ante el pedido y el sufrimiento de estos hermanos, además de herir el sentimiento de nuestro pueblo, es una violación de los derechos humanos y signo de autoritarismo y discriminación. El Estado tiene el deber de responder a las necesidades concretas de las personas y sectores más vulnerables de la sociedad, antes que privilegiar otros proyectos.
Al mismo tiempo el Arzobispo de Santa Cruz exhortó a que no echemos a perder el don de la paz que Jesús nos ha dado, sino que seamos constructores de paz verdadera y auténtica, la que respeta a la sacralidad de las personas y de la vida, la que se basa sobre los valores humanos y cristianos de la justicia y la libertad, la que se solidariza con los más pobres, necesitados y descartados de la sociedad.
Homilía completa de Mons. Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz/01/05/2016
Este VI Domingo de Pascua la liturgia de la palabra nos va introduciendo a la fiesta de Pentecostés, invitándonos a asumir una actitud de espera activa de la venida del Espíritu Santo.
La 2a lectura del libro de Apocalipsis, en continuidad con el mensaje del domingo anterior, se detiene en describir la visión de la nueva Jerusalén que desciende del cielo, con la presencia de Dios que la hace resplandeciente con piedras preciosas y cristalinas. Esta imagen hermosa es una representación simbólica de la ciudad eterna y celestial que nos espera al final de los tiempos y del mundo, meta última de la aventura humana.
Pero al mismo tiempo la nueva Jerusalén que baja del cielo en medio de nosotros es la representación de la Iglesia, anticipación de la presencia, el gozo y la vida eterna en Dios. En el Nuevo Pueblo de Dios conviven juntas las doce tribus de Israel, representadas por las doce puertas y todos los pueblos del mundo personificados por las tres puertas siempre abiertas en los cuatro puntos cardenales, pueblo que se va edificando sobre los cimientos de las doce piedras de los apóstoles y del Evangelio. Este Nuevo Pueblo de Dios no necesita la luz del sol, porque la presencia del Espíritu Santo es la luz que ilumina a los cristianos y Jesucristo la lámpara que los guía en el camino en medio de las circunstancias y casos de la vida.
La 1era lectura de los Hechos de los Apóstoles es un ejemplo claro de la presencia y actuación del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia de Antioquía. Unos convertidos llegados de Jerusalén a esa ciudad, enseñaban que si los paganos no se convertían antes al judaísmo, no podían salvarse, como si la observancia de la ley procurara la salvación y no la fe en Jesucristo.
Esa enseñanza equivocada provocó la inmediata reacción de Pablo y Bernabé, que en esa ciudad estaban predicando el Evangelio, la buena noticia de que la salvación había sido conseguida para todos, judíos y paganos, solamente por la gracia y méritos de Jesucristo y desde esa verdad pedían a todos de convertirse y creer en el Señor.
Para solucionar esa controversia, Pablo y Bernabé decidieron ir a Jerusalén, con algunos otros ancianos, para tratar la cuestión con los apóstoles. Allá se reunieron en asamblea bajo la guía de los apóstoles, oraron, expusieron el problema y al final llegaron a la decisión de que no hacía falta hacerse judíos para ser cristianos. “El Espíritu Santo y nosotros mismos, hemos decidido no imponerles ninguna carga más que las indispensables”. Esa asamblea de la comunidad unida en la oración, asistida por el Espíritu Santo y bajo la guía de los apóstoles, se volvió en la Iglesia el modelo de cómo proceder en tratar los asuntos de la fe y de la vida del pueblo de Dios. Por eso y a razón se lo ha llamado el primer Concilio de la Iglesia naciente y hasta el día de hoy toda asamblea eclesial se reúne siguiendo esos pasos.
El Espíritu Santo, al asistir a la Iglesia, cumple plenamente la promesa que Jesús hizo a sus apóstoles en la despedida de la última cena, como proclamado el evangelio de hoy: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho”. Por Cristo, el Padre envía el don del Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad, “el Consolador, el defensor”, que ha ido actuando en la comunidad eclesial a lo largo de toda su historia.
Su presencia está al servicio del Pueblo de Dios, para animarnos en el seguimiento a Jesús, para que recordemos y comprendamos el profundo y verdadero sentido de su Palabra, para vivirla, testimoniarla y proclamarla con valentía y alegría en el mundo de hoy.
Es también el Espíritu Santo que nos ayuda para que podamos cumplir lo que Jesús nos pide: “El que me ama será fiel a mi palabra”. La fidelidad y la obediencia a su palabra abren las puertas para que Él nos ame y que venga a habitar en nosotros y en nuestra vida, y al mismo tiempo son la prueba de que amamos al Señor de verdad, con todo nuestro ser, espíritu, inteligencia, voluntad y corazón.
“Iremos a él y habitaremos en él”. Esta afirmación de Jesús nos sorprende y nos llena de alegría y esperanza: la morada de Dios nos es un templo o un santuario físico, sino el propio ser humano, es el discípulo que lo ama, que escucha, acoge, profundiza y guarda su palabra. Amar al Señor nos abre también al amor de los hermanos, porque Dios está presente en ellos y a través de ellos nos habla y viene a nuestro encuentro. Es lo que nos manda el mandamiento nuevo que hemos escuchado en el evangelio del domingo pasado: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado.” La tarea es ardua y difícil, pero con la ayuda del Espíritu Santo, el Espíritu que es amor y fortaleza, lo podemos lograr: “No teman ni se acobarden“.
Al don del Espíritu Santo Jesús añade también el don de su paz: “La paz les dejo mi paz les doy, pero no como la del mundo”. Jesús nos deja su paz, nos la está entregando: la paz es de ustedes y está en ustedes. Su paz es plenitud de los bienes y de las bendiciones de Dios, su paz es alegría por su presencia permanente en la vida de cada cristiano y en la Iglesia, la paz de las relaciones nuevas con Dios y el prójimo basadas en el amor y la fraternidad de los bienes compartidos.
“Mi paz no es como la del mundo”. Jesús pone en claro que su paz es bien distinta de la de los hombres, entendida muchas veces como resultado de la guerra, o fruto del equilibrio de fuerzas o de la dominación de algunos sobre otros.
No se construye paz cuando se recurre a las viejas mañas de la represión, a los muros y rejas, a la gasificación y a las palizas, en vez que escuchar y sentarse a dialogar para dar solución al pedido de mejores condiciones de vida de los hermanos discapacitados. Esta actitud de indiferencia y la violencia, ante el pedido y el sufrimiento de estos hermanos, además de herir el sentimiento de nuestro pueblo, es una violación de los derechos humanos y signo de autoritarismo y discriminación. El Estado tiene el deber de responder a las necesidades concretas de las personas y sectores más vulnerables de la sociedad, antes que privilegiar otros proyectos.
No echemos a perder el don de la paz que Jesús nos ha dado, sino que seamos constructores de paz verdadera y auténtica, la que respeta a la sacralidad de las personas y de la vida, la que se basa sobre los valores humanos y cristianos de la justicia y la libertad, la que se solidariza con los más pobres, necesitados y descartados de la sociedad.
Hoy, 1º de mayo, es la fiesta de San José Obrero y Día Internacional de los Trabajadores. Me alegra saludarlos y expresarles mis sinceras felicitaciones y un augurio para que a nadie le falte un trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario, y puedan así ser cooperadores de Dios cumpliendo con su llamada dirigida desde el principio al hombre, para que cultive y cuide la casa común. Queridos hermanos trabajadores, el Señor les llama, a través de su trabajo honrado y justo, a ser constructores de paz y de una nueva sociedad justa y fraterna. Amén