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miércoles 29 noviembre 2023
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La Iglesia no es obra de los hombres, la Iglesia nace y es guiada por el Espíritu Santo: Monseñor Sergio en Pentecostés

Hace falta dejarnos guiar por el Espíritu Santo, como los primeros cristianos que se definían a sí mismos: “Guiados por el Espíritu” Ha dicho Monseñor Sergio durante la eucaristía de este domingo de Pentecostés. El prelado destacó la unidad y la comunión que debe existir en la Iglesia así como la comunidad de discipulos que se encontraba reunida cuando recibió el Espiritu Santo.

HOMILÍA COMPLETA

Hoy, solemnidad de Pentecostés, celebramos la venida del Espíritu Santo sobre María y los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, cumplimiento de la promesa de Jesús en la última Cena: “Desde el Padre les enviaré, el Espíritu de la verdad”. Con la venida del Espíritu del Señor sobre sus discípulos, se cumple el ciclo terrenal de Jesús, que había iniciado con la bajada del Espíritu Santo en el Bautismo en el río Jordán.

En Pentecostés inicia, el tiempo del Espíritu Santo que se hace presente y actúa perennemente en el caminar de la Iglesia y la historia del mundo. La narración de los Hechos presenta las características que, desde sus comienzos y para siempre, marcarán la Iglesia. “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar”. Los discípulos se presentan como una comunidad, unidos por la fe en el único Señor, Jesucristo muerto y resucitado. “De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento… se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos”. La Iglesia no es obra de los hombres, la Iglesia nace y es guiada por el Espíritu Santo, el Espíritu de la vida representados por el viento, como el soplo de Dios en la creación del hombre, y acompañada por el Espíritu de la verdad, el amor y la valentía significados por las lenguas de fuego. “Todos quedaron llenos del Espíritu Santo”: la presencia del Espíritu es plenitud, Él llena la casa y los apóstoles, los colma con sus dones, les anima y les hace superar sus miedos. “Y se pusieron a hablar”.

Así fortalecidos dejan la casa donde estaban encerrados por miedo a los judíos y salen a anunciar y dar testimonio de la Buena Nueva del Resucitado a toda la gente llegada reunid en Jerusalén. La multitud que se congregó al escuchar el ruido, “se llenó de asombro porque cada uno los oía hablar en su propia lengua”.

No estamos ante la manifestación del don de lenguas, sino de la fuerza y poder del único mensaje de Dios, del verdadero milagro del lenguaje del amor y de la vida. Es la revelación del Espíritu de Jesucristo, muerto y resucitado para la liberación y salvación de toda la humanidad. El lenguaje de la libertad, del amor, de la vida y de solidaridad es universal, es un mensaje que todos los hombres de cualquier raza y pueblo lo entienden. La gente pronto pasa del asombro y la maravilla, a la aceptación de la Buena Noticia y se unen formando la primera comunidad eclesial. “Y aquel día se les unieron unas tres mil personas”. La adhesión a Jesús no es un acto individual, es una opción que une en el único pueblo de Dios a los que, de entre distintos pueblos, hemos optado por él. El Espíritu del Señor no nos exige, para ser cristianos, renunciar a nuestras propias culturas y maneras de ser, solo nos pide aceptar libre y de manera personal a Jesús como Salvador y cumplir su Palabra.

La fe en Jesucristo, no crea uniformidad, sino unidad en la diversidad, donde cada cual, aportando desde su diversidad, carismas y talentos, enriquece en la complementariedad al pueblo de Dios. San Pablo expresa con palabras iluminadoras esta novedad: “Hay diversidad de dones, ministerios y funciones, pero un mismo Espíritu, un solo Señor y un solo Dios.

En cada uno el Espíritu se manifiesta para el bien común… Todos hemos sido bautizados en el mismo Espíritu para formar un solo cuerpo –judíos y griegos, esclavos y hombres libres”. Todos los muros y barreras, aduanas y fronteras, regionalismos y nacionalismos caen en la Iglesia.

En ella no hay extranjeros ni distinción de clases, todos somos hermanos cada cual llamado a poner nuestros dones al servicio del bien común de todo el pueblo de Dios, donde los multiformes carismas son reunidos por el mismo y único Espíritu. En Pentecostés la Iglesia nace misionera, los discípulos salen de su refugio para anunciar a todas las gentes la Buena Nueva. Su vocación e identidad es anunciar la alegría de que, por el Resucitado, todos los que creen en él, son, liberados de la esclavitud del pecado, de las cadenas del mal y del miedo, y son hechos hijos de Dios. No somos cristianos, ni somos Iglesia de Jesucristo si no anunciamos el Evangelio, si no damos testimonio de nuestra fe, si no compartimos la alegría de haber encontrado en el Señor el sentido verdadero y profundo de nuestra existencia y si no nos comprometemos para trabajar por un mundo más justo y fraterno. Para llevar a cabo esta ardua misión, que es la misma de Jesucristo, el Espíritu Santo: “el defensor, el Espíritu de la Verdad” nos acompaña y asiste.

El Espíritu de Dios es Verdad. Palabra demasiado fuerte para nuestros oídos educados en el mundo del pensamiento débil y voluble. En nuestro mundo marcado por el relativismo y el individualismo, hablar de la Verdad constituye un desafío y una provocación. Hoy cada cual se hace su propia verdad, se la cambia por las medias verdades, por la falsedad y la mentira o por el propio cómodo e interés.

La pérdida de este valor fundamental en la convivencia social provoca confusión, desconfianza, intolerancia, incomunicación, violencia y disgregación. Se cae en la cerrazón de sus propias ideas e ideologías, y en una intolerancia que impide escuchar las razones de la otra parte y que vuelve vacío e inútil el diálogo, transformándolo en una disputa donde cada cual quiere imponer su propia visión por las presiones, la fuerza y la violencia, desterrando la cordura y la razón. Hasta en el campo de la religión y de la fe, nos hacemos una religión “autoservicio”, a nuestro gusto y antojo.

Del Evangelio y de la enseñanza de la Iglesia aceptamos solo los que nos agrada y conviene, haciéndonos nosotros mismos árbitros del bien y del mal. Parecería que vivimos en una sociedad y cultura más parecida a la torre de Babel más que a la comunidad de Pentecostés. El Espíritu de la Verdad que el Señor nos dona, nos indica el único camino para llegar a una convivencia pacífica y democrática: valorar la diversidad como una riqueza, manifestar una voluntad sincera de escucha, fomentar la cultura del encuentro a través del idioma de la racionalidad, de la fraternidad, del bien común y del entendimiento a través de un diálogo abierto, constructivo y sensato.

Hace falta dejarnos guiar por el Espíritu Santo, como los primeros cristianos que se definían a sí mismos: “Guiados por el Espíritu”.

A partir de estas consideraciones, podemos definir Pentecostés como la fiesta de la unidad y de la luz, fruto de la acción del Espíritu del amor y de su presencia amorosa en nuestra historia. Y es justamente en este marco que hoy se clausura la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, en la que hermanos de distintas Iglesias cristianas hemos orado y meditado juntos alrededor del lema: “Destinados a proclamar las grandezas del Señor”.

El hecho de orar juntos por el don de la unidad plena entre todos los cristianos, es un pequeño pero significativo testimonio de la grandeza del Espíritu que sigue guiándonos y que nos impulsa a abrir caminos y a ser signos de esperanza, unidad y paz en nuestra sociedad. Invoquemos todos juntos con ardor a Dios haciendo nuestro el estribillo del salmo que hemos cantado: “Señor, envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra”. Amén.

Oficina de prensa de la Arquidiócesis de Santa Cruz.

 

 

Graciela Arandia de Hidalgo



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