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martes 26 septiembre 2023
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Navidad. Monseñor Sergio pide solidaridad con los pobres

La liturgia de este último domingo de Adviento es la preparación inmediata a la celebración de la venida de Dios en nuestra historia y en nuestra carne. El profeta Miqueas proclama: “De ti, Belén, nacerá el que debe gobernar A Israel”; en la carta a los Hebreos Cristo mismo afirma: “Aquí vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad”; y en el evangelio Isabel exclama: “¿Cómo es que viene a visitarme la madre de mi Señor?” Si en el II y III Domingo hemos puesto nuestros ojos sobre Juan el Bautista, hoy los ponemos sobre todo en María, la Madre del Mesías, la que vivió con más intensidad la espera del Salvador y que meditaba el misterio que se realizaba en su ser, para que vivamos con y como ella el misterio del nacimiento de Jesús, en la fe de muchacha sencilla y con corazón abierto a Dios.

Ayer por la tarde terminamos también el novenario de las exequias de nuestro querido amigo, padre y pastor, el Cardenal Julio con las mismas lecturas de la Eucaristía de hoy, marcada por el clima de esperanza de la venida del Señor en el tiempo y en la espera de su última venida. En todos estos días le hemos expresado nuestro aprecio y cariño, orando por su eterno descanso y para que el gozo, la luz y la vida del Resucitado lo inunden para la eternidad.

El mismo Cardenal vivía el Adviento con mucha intensidad y esperanza, y en su predicación nos indicaba el camino para entrar en la corriente de paz y felicidad de la Navidad. Así se expresaba en una homilía del 4to domingo de Adviento:” Este recuerdo de Navidad no nos haga olvidar que El ha venido a sembrar la paz, que la celebración de Navidad en sus expresiones externas no nos hagan olvidar que el mejor regalo que Dios nos ha hecho a todos es enviarnos a su Hijo, el Hijo viene para todos. De ahí viene la felicidad!”.

Este Hijo que viene para todos, era esperado desde muchos siglos en el pueblo de Israel, como atestigua el texto del profeta Miqueas que acabamos de escuchar. Ese profeta fue llamado a cumplir el mandato de Dios en un momento muy difícil de Israel, denunciando la opresión, la injusticia, la violencia y toda clase de abusos que sufría el pueblo pobre por parte de autoridades ineptas y corruptas. Su misión no se limitó a la denuncia, sino que, en ese panorama desolador, lanzó un grito de esperanza: una nueva luz brotará de Belén, un niño que va a nacer.

Ese niño es la presencia viva de Dios en medio de la historia no sólo de Israel sino de toda la humanidad que, hasta el día de hoy, sigue debatiéndose entre luces y sombras. El niño es el “pastor” que “se mantendrá de pie (firme) y apacentará (al pueblo) con la fuerza del Señor”. Su misión es de reinstaurar la justicia y la paz, y todavía más que esto: “¡Él mismo será la paz!”. La paz verdadera que sólo el Mesías puede ofrecer definitivamente, que se cimienta sobre el cumplimiento de la voluntad de Dios y que conlleva nuevas relaciones humanas fraternas y solidarias, basadas sobre la justicia, el amor, la libertad y la verdad.

La 2ª lectura de la Carta a los Hebreos nos ayuda a seguir profundizando el misterio del Hijo de Dios que en la encarnación asume nuestra naturaleza humana. Este hecho marca una total novedad en la historia: Jesucristo, en cuanto verdadero hombre y verdadero Dios, ha hecho posible un nuevo y verdadero encuentro del género humano con el Señor, porque nos ha hecho partícipes de la dignidad de hijos “por la ofrenda de su cuerpo, hecha de una vez para siempre”. Esta es la gran novedad, ya no sacrificios y holocaustos de animales como en la antigua alianza, sino el único sacrifico de Cristo. Él entra en la historia humana y ofrece su propio “cuerpo”, todo su ser, para la salvación no solo de su pueblo sino de todos el género humano.

Lo asombroso del misterio de la salvación, es que se cumple no en un escenario extraordinario y grandioso, sino en la sencillez y humildad de la vida cotidiana de personas comunes, como nos narra el evangelio de hoy. Asistimos al encuentro entre dos primas hermanas que esperan familia: María e Isabel. María al enterarse que su prima, mujer ya mayor, estaba ya al sexto mes de su embarazo, partió de Nazareth y “fue sin demora a un pueblo de montaña” donde vivía Isabel. En el saludo y encuentro entre estas dos mujeres de pueblo se da el gran anuncio de que está por nacer el Salvador. Isabel llena de Espíritu Santo exclama”¡Bendita tú entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!… ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?”

El asombro de la anciana Isabel por el sobresalto de la criatura que lleva en su seno, es el símbolo del estupor y maravilla de la comunidad creyente ante la certeza de que Dios está por visitar a su pueblo y sellar un pacto nuevo y definitivo con la humanidad. María es presentada como signo visible de la cercanía amorosa de Dios, como la nueva arca de la alianza que lleva en su seno al Evangelio vivo y no a las tablas de la ley de Moisés, como en la antigua arca.

Isabel no solo expresa sorpresa, sino que reconoce en María a “la madre de mi Señor”; María que por su fe ha recibido la gracia de llevar la misma vida divina en sus entrañas. Y continúa Isabel: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito en fruto de tu vientre!”. En el pueblo judío la bendición de Dios es sinónimo de vida, fecundidad, paz y salvación. Jesús es el bendito, la plenitud de los bienes y de la vida de Dios, pero María, su madre, también es bendita, porque es portadora de la vida verdadera para todo el mundo. “Bendita entre las mujeres”, entre todas las que llevan la vida en seno y la donan, entre todos aquellos que luchan por la vida.

¡Cuántas mujeres humildes y pobres han dicho sí a la vida, han luchado con valentía en contra de una mentalidad de muerte, han llevado a término su embarazo solas y entre incomprensiones, y han trabajado denodadamente para hacer crecer y educar a sus hijos hasta que lleguen a ser personas adultas, buenos cristianos y ciudadanos respetables. “Sean benditas”.

Las últimas palabras de Isabel proclaman la hermosa y gran bienaventuranza de María: “¡Feliz de ti por haber creído!”. María feliz por ser “la creyente”, la primera de los bienaventurados, la primera de los pobres y humildes que han acogido con fe y con espíritu abierto la gracia de Dios. Es feliz, porque habiendo acogido el don del Señor, puede presentarse como portadora de Dios.

María, aún recibiendo con humildad las palabras de saludo y de bendición de parte de Isabel, no niega el misterio, no rechaza la fuerza y la alegría de la gracia. No oculta lo que Dios ha ido realizando en su vida. María ora, alaba, se abre a Dios y se deja sorprender por el gozo y la presencia de la gracia divina, haciendo de toda su existencia un Magnificat, un canto de alabanza a Dios porque “ha hecho obras grandes, y su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”.

En la Virgen María, todos los creyentes nos reconocemos amados por Dios que vuelve a enviarnos también este año a su Hijo en esta Navidad. Sigamos los pasos de María “Dichosa tu que has creído” en emprender con fe el camino al encuentro de aquel que viene, al niño pobre de Belén que, movido únicamente por su amor misericordioso, se solidariza con nuestra naturaleza débil y limitada.

Nuestro compromiso de vida en construir lazos de comunión, en solidarizarnos con tantos hermanos pobres y abandonados, y en trabajar por una sociedad más humana y justa, sea el mejor agradecimiento al Hijo de Dios que nos hizo pasar de la esclavitud del mal a la liberación de la gracia y nos devolvió la dignidad y la libertad de hijos perdidas a causa del pecado.

Amén.

Oficina de prensa de la Arquidiócesis de Santa Cruz.

Graciela Arandia de Hidalgo



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