En su homilía de este domingo, Monseñor Sergio aseguró que en nuestra sociedad hay linchamientos físicos y también linchamientos morales “lapidaciones de Palabra”, a las que cuestionó porque “debemos cambiar nosotros mismos antes que pretender cambiar a los demás, porque las raíces del mal y de la injusticia están también en nuestro interior y nuestra vida” señaló.
Siguiendo el Evangelio de este domingo donde Jesús pone de manifiesto su justicia y sabiduría, Monseñor Sergio aseguró que “Jesús con su gesto y palabra desvela una nueva imagen de Dios; un Dios con rostro de Padre que ama en forma gratuita e ilimitada, sin esperar nuestra conversión”.
El Prelado dijo que “…este es el juicio del Padre: condena al pecado y salva al pecador, “Vete y no peques mas”. Este juicio que vale tanto para la mujer como para sus acusadores, porque todos son pecadores necesitados de misericordia y no de condena. El perdón de Dios es la mejor medicina que libera y rehabilita a la persona para iniciar una nueva vida”.
La justicia debe buscar la verdad de los hechos y las responsabilidades de forma objetiva e imparcial
“Aquél de ustedes que no tenga pecado, que arroje la primera piedra”. De esta manera, Jesús interroga a los que lo interrogaban. Él no está negando el juicio de Dios, pero pide que cada acusador lo haga valer, en primer lugar, para sí mismo. Él deja en claro que el juicio de Dios tiene que ser verdaderamente de Dios y no del hombre; sólo Él conoce la verdad y las intenciones que están en el corazón de cada persona y solo Él tiene un juicio ecuo y justo”.
“Así debería ser también la administración de la justicia humana, llamada, buscar la verdad de los hechos y las responsabilidades en forma objetiva e imparcial; una justicia, libre de toda clase de manipulaciones, interferencias y presiones de los poderes políticos, sociales y económicos” señaló.
La actitud de juzgar a los demás está presente en nuestra vida
Esta actitud de prejuzgar y constituirse jueces de los demás está presente también en distintos ámbitos de nuestra vida personal, social y también en la Iglesia. Y el testimonio de Jesús nos indica que debemos cambiar nosotros mismos antes que pretender cambiar a los demás, porque las raíces del mal y de la injusticia están también en nuestro interior y nuestra vida.
Hay linchamientos físicos y también morales, lapidaciones de palabra en nuestra sociedad
Este principio cuestiona de raíz algunas prácticas presentes en nuestra sociedad, como el recurso a la justicia por mano propia y a los linchamientos. Estos, además de ser un crimen horrible, son un pecado gravísimo, porque la vida es don de Dios y nadie y por ningún motivo la puede quitar. Y no se trata sólo de los linchamientos físicos, sino también morales, las lapidaciones de palabra, que hoy, en la era de la globalización de la comunicación y de las redes sociales, ha tomado una presencia muy preocupante.
“A menudo, la opinión mediática se erige a tribunal inapelable, juzga, lincha y condena a la muerte moral a personas o instituciones condicionando a los administradores de la justicia”.
En este sentido, Monseñor Sergio dijo que “La actitud de Jesús con la mujer pecadora, manifiesta la ternura de Dios que no da a nadie por perdido, a todos ofrece una nueva oportunidad: pecadores, condenados, oprimidos y marginados”.
HOMILÍA DE S.E. MONSEÑOR SERGIO GUALBERTI, ARZOBISPO DE SANTA CRUZ.
DOMINGO 7 DE ABRIL DE 2018
BASÍLICA MENOR DE SAN LORENZO MÁRTIR
En la primera lectura que hemos escuchado, Dios, por boca del profeta Isaías hace un anuncio cargado esperanza: “Yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando”. Estas palabras son un llamado a ser vigilantes y poner mucha atención a los signos de renovación que el Señor va sembrando cada día en nuestra vida y nuestra historia personal y comunitaria.
Y, justamente el texto del Evangelio de Juan que se ha proclamado, nos presenta, en la actuación y palabras de Jesús, un ejemplo de ese “algo nuevo que está brotando”. Unos fariseos y escribas han encontrado a una mujer en flagrante adulterio, pecado muy grave según la ley de Moisés, y se la presentan a Jesús: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la ley, nos ordenó apedrear a esa clase de mujeres. Y Tú, ¿Qué dices?”.
A ellos no les importa la ley menos aún la mujer adúltera, solo quieren aprovechar esa ocasión para tender una trampa a Jesús, el amigo de los pecadores y los publicanos. En verdad, si actuaran con recta intención y con miras a quitar el pecado de en medio del pueblo, tendrían que presentar ante Jesús no sólo a la mujer sino también al varón, ya que ambos han pecado.
Además su pregunta es capciosa. Si Jesús perdona a la mujer adúltera, no estaría aplicando la Ley de Moisés; y si él la condena, estaría yendo en contra de la ley de los romanos; en ambos casos cometería una infracción grave. Esto confirma que los escribas y fariseos no quieren un juicio justo, tan solo buscan un pretexto legal para ejecutar la sentencia de la condena ya dictada a priori en contra de Jesús.
Jesús, que conoce la mala intención de los acusadores, no reacciona a su provocación, parece desentenderse de ellos, se queda en silencio y se pone a escribir en el suelo.
Pero, dado que ellos insisten, Jesús rompe el silencio, pronuncia palabras que van más allá del aspecto jurídico y que no entran en la lógica perversa de los acusadores, por el contrario los sorprende involucrándolos en el problema: “Aquél de ustedes que no tenga pecado, que arroje la primera piedra”. De esta manera, Jesús interroga a los que lo interrogaban. Él no está negando el juicio de Dios, pero pide que cada acusador lo haga valer, en primer lugar, para sí mismo. Él deja en claro que el juicio de Dios tiene que ser verdaderamente de Dios y no del hombre; sólo Él conoce la verdad y las intenciones que están en el corazón de cada persona y solo Él tiene un juicio ecuo y justo.
Así debería ser también la administración de la justicia humana, llamada, buscar la verdad de los hechos y las responsabilidades en forma objetiva e imparcial; una justicia, libre de toda clase de manipulaciones, interferencias y presiones de los poderes políticos, sociales y económicos.
Esas palabras de Jesús golpean duramente a los acusadores más que las piedras que agarran en sus manos, por eso “Uno por uno, comenzando por los ancianos, se retiraron”. Los ancianos, además de cargar con más años de pecados, en su plan perverso deben haberse ubicado en la parte exterior del círculo para instigar a los más jóvenes a apedrear a la mujer y así logran retirarse primero. Jesús queda solo con la mujer pecadora. Frente a frente están la humanidad con su pecado y el Hijo de Dios con el perdón y la salvación; o como dice San Agustín con una imagen penetrante: ”La miserable y la misericordia”. El diálogo entre los dos es brevísimo: “¿Nadie te ha condenado?” y la mujer apenas murmura: “Nadie, Señor”.
Jesús, como Hijo de Dios es el único que no tiene pecado y que puede lanzar la primera piedra, y sin embargo su juicio y sus palabras son de perdón: “Tampoco yo te condeno”.
Jesús con su gesto y palabra desvela una nueva imagen de Dios;
un Dios con rostro de Padre que ama en forma gratuita e ilimitada, sin esperar nuestra conversión. Y este es el juicio del Padre: condena al pecado y salva al pecador, “Vete y no peques mas”. Este juicio que vale tanto para la mujer como para sus acusadores, porque todos son pecadores necesitados de misericordia y no de condena. El perdón de Dios es la mejor medicina que libera y rehabilita a la persona para iniciar una nueva vida.
Esta actitud de prejuzgar y constituirse jueces de los demás está presente también en distintos ámbitos de nuestra vida personal, social y también en la Iglesia. Y el testimonio de Jesús nos indica que debemos cambiar nosotros mismos antes que pretender cambiar a los demás, porque las raíces del mal y de la injusticia están también en nuestro interior y nuestra vida.
Este principio cuestiona de raíz algunas prácticas presentes en nuestra sociedad, como el recurso a la justicia por mano propia y a los linchamientos. Estos, además de ser un crimen horrible, son un pecado gravísimo, porque la vida es don de Dios y nadie y por ningún motivo la puede quitar. Y no se trata sólo de los linchamientos físicos, sino también morales, las lapidaciones de palabra, que hoy, en la era de la globalización de la comunicación y de las redes sociales, ha tomado una presencia muy preocupante.
A menudo, la opinión mediática se erige a tribunal inapelable, juzga, lincha y condena a la muerte moral a personas o instituciones condicionando a los administradores de la justicia.
La actitud de Jesús con la mujer pecadora, manifiesta la ternura de Dios que no da a nadie por perdido, a todos ofrece una nueva oportunidad: pecadores, condenados, oprimidos y marginados.
Uno de los compromisos de la cuaresma es dar limosna, es decir compartir con los más necesitados lo que tenemos, en especial los frutos de la abstinencia cuaresmal. Por eso en mi carta a las Parroquias para que este V domingo de Cuaresma, día de la solidaridad, he pedido que tomemos conciencia del grave problema de los niños en situación de calle, víctimas de la desatención de las familias y de la sociedad. A menudo los juzgamos y maltratamos en vez que necesitan nuestra ayuda para que se recuperen y puedan tener una vida digna de todo hijo de Dios. El lema de esta jornada: “¡La calle no es mi casa… Vivo en ella!” nos indica que nadie escoge vivir en la calle por gusto, allí están obligados por la necesidad y la indiferencia de la sociedad como indica con palabras firmes y claras el papa Francisco. La existencia de niños solos y abandonados en la calle, pone de manifiesto “la injusticia y el fracaso de esta sociedad”, por eso nos pide cambiar nuestro juicio sobre ellos y tener una mirada de fe, reconociendo en los rostros sufridos de estos niños el rostro de Cristo sufriente.
Y es el Cristo sufriente que nos pide reparar esa injusticia, no tener prejuicios hacia esos niños, ser solidarios con ellos y no escatimar medios para una solución a este problema, responsabilidad prioritaria de las autoridades civiles. La colecta de hoy es un pequeño gesto en este sentido, y está destinada a cuidar la salud de esos niños y a apoyar a las instituciones y hogares que los atienden. Esta es una manera para agradecer a Dios porque, como dice San Pablo, nos ha dado el don inapreciable de conocer a Cristo Jesús, nuestro Señor. “Por Él, he sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a Él”. Amén