El Arzobispo de Santa Cruz, Mons. Sergio Gualberti, en su Homilía centró su atención en la intención que tuvo Jesús de llevarnos comprender su persona y misión. De esa manera el Arzobispo recordó que Jesús anunció que el camino que debía recorrer para que el Reino de Dios entre en la historia de la humanidad es un camino de sufrimiento y muerte aceptados por amor que generará para todos la vida plena.
En ese contexto, el Arzobispo explicó que el Reinado de Dios no se ejerce como los poderes de este mundo, políticos, militares y económicos, o con la fama y la gloria, sino con la cruz del amor y del servicio. El Señor hace un llamado a todos, en particular a los jóvenes decir si al Señor no es renunciar a ser uno mismo. Por El contrario es vivir con absoluta libertad frente a los propios intereses personales.
El prelado recordó al Pueblo de Dios que “Estamos conscientes de que cumplir con este programa es difícil, podemos acobardarnos tan solo al pensar de cargar la cruz, porque hoy no está de moda ser cristianos, exige ser anticonformistas y estar dispuestos a ir en contra de la corriente general y de los poderes de turno”
Homilía de Mons. Sergio Gualberti
Arzobispo de Santa Cruz
Agosto 13 de 2015
La escena del evangelio de hoy, que está al centro del Evangelio de san Marcos, nos presenta un giro decisivo y crítico de la vida de Jesús: su actividad pública en Galilea ha terminando y está iniciando su último viaje a Jerusalén, donde lo espera su fin trágico en la cruz. Por eso Jesús, desde ahora, se dedica con más empeño a capacitar y preparar el grupo de sus discípulos, para que se vayan involucrando en su misión.
Hasta ese momento los discípulos han escuchado a Jesús que, a través de parábolas, ha presentado la buena Noticia del Reino de Dios enseñando con autoridad ante el pueblo y las instituciones religiosas judías. Ellos han sido también testigos presenciales de sus prodigios y milagros: curaciones de toda clase de enfermos, liberación de endemoniados, resurrección de la hija de Jairo. Su poder se ha manifestado incluso al mandar a las fuerzas de la naturaleza, calmando la tempestad en el lago. Los discípulos, también, han compartido la vida cotidiana con él, sin embargo y a pesar de todo esto, no acaban de despejar todas sus dudas e interrogantes, no logran comprender su verdadera identidad.
Jesús quiere llevarlos a dar un paso importante en la comprensión de su persona y misión, e inicia un diálogo con ellos, con una pregunta que no los involucra directamente: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Su respuesta recoge la opinión popular que veía en él la figura de un profeta: “Algunos dicen que eres Juan Bautista; otros Elías y otros, alguno de los profetas”. Desde mucho tiempo no había habido profetas en Israel, y el pueblo extrañaba a esos portavoces de Dios que les ayudara a mantenerse fieles a la alianza. Su esperanza se había despertado con la venida de Juan el Bautista, pero Herodes lo hizo decapitar y solo quedaba el recuerdo y la añoranza de su presencia.
Jesús no se conforma con esta respuesta y ahora interpela directamente a los discípulos: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?».
Pedro responde en nombre de todos con una acertada profesión de fe: “Tu eres el Mesías”. Jesús es el Mesías o Cristo, es decir, el ungido, el enviado del Padre para sellar la nueva alianza y cumplir las promesas hechas a lo largo de la historia de Israel, promesas de vida y de paz.
Pero, esta palabra “mesías”, entre los judíos había ido tomando otro sentido, se lo pensaba como un líder político que suscitara esperanzas nacionalistas y que encabezara un movimiento de liberación de la sumisión romana. Esta visión reducía el alcance y sentido de la misión del mesías a una dimensión puramente histórica, olvidando que él tenía que instaurar el Reino de Dios, su proyecto para con la humanidad y la creación.
El Reino de Dios es el mismo Dios que, en su hijo Jesús, se nos manifiesta como Padre, que se nos hace cercano a todos los seres humanos, que nos ama y nos hace sus hijos para que seamos hermanos entre todos sin distinción alguna y para que compartamos en justicia y en condiciones equitativas los bienes de este mundo, mientras estamos en camino hacia la vida y gloria definitiva, hacia la salvación eterna.
Por eso Jesús, inmediatamente quiere dejar en claro quién es y cuál es su misión y, en forma de profecía, habla sobre su destino. Les preanuncia que deberá sufrir mucho, ser rechazado por las autoridades del pueblo, ser condenado a muerte y resucitar a los tres días. Con tres palabras claves: pasión, muerte y resurrección Jesús les indica el camino que tiene que recorrer para que el Reino de Dios entre en la historia de la humanidad. Un camino de sufrimiento y muerte aceptados por amor que generará para todos la vida plena.
Sus palabras no dejan dudas: el Reinado de Dios no se ejerce como los poderes de este mundo, políticos, militares y económicos, o con la fama y la gloria, sino con la cruz del amor y del servicio.
A este tipo de Mesías se refería el profeta Isaías al hablar del siervo sufriente, como hemos escuchado en la 1ª lectura: “El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían”. Esas palabras de Jesús caen muy mal a Pedro que lleva aparte a Jesús y comienza a reprenderlo. Los apóstoles y Pedro todavía no han cambiado totalmente su visión de mesianismo político y nacionalista, y ni siquiera pueden imaginar que el Cristo pudiera ser repudiado, humillado y asesinado.
Jesús ante esta reacción de Pedro y en presencia de todos los discípulos, interviene para corregir su visión increpándolo fuertemente: “«¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». Llama a Pedro “Satanás”, adversario, porque sus criterios son puramente humanos y se oponen al designio de Dios y le ordena colocarse en el lugar que le corresponde: como discípulo tiene que caminar detrás de Jesús y seguir sus pasos y no estar adelante interponiéndose en el camino de la cruz.
Luego Jesús llama a la gente y les aclara que implica ser su discípulo: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Palabras decisivas, medulares y provocadoras. Si alguien quiere ser cristiano, no piense en tener privilegios y poder, por el contrario que renuncie a ser gestor único de su vida, y enfrente, como Él y junto a Él, el camino de la vida con la cruz, con generosidad y fidelidad.
Jesús sigue llamándonos hoy a todos, a algunos nos pide seguirlo de manera más radical, entregar toda nuestra vida al servicio del Reino de Dios, como sacerdotes o como personas consagradas. Jesús nos pide optar: o seguimos nuestros propios gustos y antojos o le seguimos a él y a su Evangelio. «Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará».
Gastar y perder la vida por el Señor, es encontrarla, es ponernos en sus manos, poner nuestra confianza en él y actuar coherentemente con nuestra fe, porque ser discípulo de Jesús es ante todo un modo de vivir, es compartir su vida y misión: el Reino de Dios.
El Señor hace este llamado particular a los jóvenes. Decir sí al Señor, no es renunciar a ser uno mismo, a la realización personal y a la felicidad verdadera, por el contrario es vivir con absoluta libertad frente a sí mismo y a los propios intereses personales, encontrando así el sentido pleno y verdadero de la existencia. No nos resistamos a la llamada de Dios, sino abramos nuestro corazón al Señor y tomemos un rumbo nuevo en su vida. “El Señor me ha abierto el oído y yo no me resistí ni me eché atrás” (1ª lectura).
Estamos conscientes de que cumplir con este programa es difícil, podemos acobardarnos tan solo al pensar de cargar la cruz, porque hoy no está de moda ser cristianos, exige ser anticonformistas y estar dispuestos a ir en contra de la corriente general y de los poderes de turno. Además experimentamos nuestras flaquezas y debilidades, no somos consecuentes y nos acobardamos de profesar en público nuestra fe, ante la posible incomprensión, el descrédito, la burla y la oposición de un mundo hostil.
Sin embargo, como nos dice el profeta Isaías, “el Señor viene en su ayuda”, él que primero ha cargado con la cruz y está a nuestro lado dándonos el valor para enfrentar con valentía el sufrimiento. Por eso, pongamos toda nuestra confianza en Él y sigámosle, seguros que, como dice el salmista: “Él escucha el clamor de mi súplica, e inclina su oído hacia mí, cuando yo lo invoco”. Amén