Campanas. Hoy jueves Santo 14 de abril iniciamos el triduo Pascual con la última cena que celebró Jesús con sus discípulos y en el que instituyó el sacramento de la Eucaristía. En la Catedral de Santa Cruz Mons. Sergio Gualberti presidió la celebración Eucarística a las 19:00 horas. Dos son los motivos principales de esta celebración: La institución de la Eucaristía y la institución del sacerdocio, además después de dos años a causa de la pandemia del Covid – 19, el Obispo repitió el gesto de Jesús a sus discípulos al ponerse de rodillas y lavar los pies a doce personas.
En este tiempo de sinodalidad, Mons. Sergio Gualberti lavó los pies 12 Agentes Pastorales en representación de todos los que están participando en el proceso del Sínodo Universal querido por el Papa Francisco, con el lema: “Por una Iglesia Sinodal”; una Iglesia que camina unida a los pastores, siguiendo las huellas de Jesús, testimoniando el Reino de Dios, el designio amor, de vida, de verdad, de libertad, de justicia y de paz.
La celebración de la última cena del Señor fue concelebrada por Mons. Estanislao Dowlaszewicz, Obispo Auxiliar de Santa Cruz y el P. Hugo Ara, Rector de la Catedral y Vicario de Comunicación.
En su homilía el Arzobispo de Santa Cruz afirmó que, Jesús nos manda deponer aires de superioridad y vivir en igualdad fraterna y poner nuestra vida al servicio de la Buena Noticia. Así también aseveró que, por Cristo, con Él y en Él podemos purificar nuestro amor y sumergirnos en su amor que perdona y que nos hace capaces de amar al prójimo. En este camino, es Cristo mismo que toma la iniciativa, a nosotros solo nos toca acogerlo y hacerlo nuestra vida, para poder decir junto a San Pablo:” Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo que vive en mí”.
“Jesús dejó el testimonio de su amor, núcleo central del Reino de Dios que ha venido a proclamar e instaurar en el mundo”
Jesús sabe que esa cena es la última que comparte con sus discípulos, que su misión terrenal está por terminar, que su muerte es inminente y que es la hora de volver al Padre. Por eso, quiere dejar, como testamento a sus discípulos, el testimonio de su amor, núcleo central del Reino de Dios que ha venido a proclamar e instaurar en el mundo.
“Sabiendo Jesús que había llegado su Hora de pasar de este mundo al Padre, Él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Hermanos y hermanas, que hermosa presentación: Jesús es “Él que había amado a los suyos”, a sus discípulos. Su amor es un hecho comprobado y experimentado, amor que en su dolorosa pasión llega hasta al extremo de la entrega total de su vida.
Jesús, esa noche, no se conforma con dejar a sus amigos el don del mandamiento nuevo, sino que lo consagra con dos gestos extraordinarios de amor: la institución de la Eucaristía y el lavatorio de los pies. Por eso, cada vez que *participamos de la cena Eucarística y recibimos la comunión, revivimos ese misterio y comulgamos verdaderamente con su cuerpo y sangre entregados en la cruz.
“Jesús sorprende a sus discípulos al decir: “Yo no he venido a ser servido sino a servir”
En ese contexto de intimidad, Jesús sorprende a sus discípulos al decir: “Yo no he venido a ser servido sino a servir”, y luego se agacha a lavarles los pies. Al cumplir esa tarea, reservada a los esclavos, Jesús indica que ha tomado en serio el misterio de la encarnación del hijo de Dios que se despoja de su condición divina para hacerse siervo de nosotros.
A continuación invita a los discípulos a que hagan lo mismo: “Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que Yo hice con ustedes”. Jesús nos manda deponer aires de superioridad y actitudes prepotentes, vivir en igualdad fraterna entre todos y poner nuestra vida al servicio de la Buena Noticia. Esto implica concretamente ponernos al servicio de los destinatarios privilegiados del Reino de Dios, de los pobres, los últimos, los enfermos, las víctimas de la injustica, los privados de libertad, los abandonados y tantos otros necesitados. El servicio es el sello del amor verdadero, caso contrario queda en puras intenciones, sentimientos o emociones.
“Las visitas a las siete iglesias, es el testimonio público de nuestra fe en el Santísimo Sacramento del Altar”
Terminada la eucaristía, con las debidas precauciones por el contagio, podemos quedarnos un momento a contemplar y adorar al Señor vivo y presente en la hostia consagrada colocada en el sepulcro. También, al salir del templo, pueden realizar las visitas a las siete iglesias, como testimonio público de su fe en el Santísimo Sacramento del Altar. Esta es una oportunidad especial para expresar al Señor nuestra sincera gratitud porque nos ha hecho pregustar el pan de vida y acompañarnos con amor en nuestra peregrinación en esta tierra hasta el encuentro definitivo con Él: “¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”.
Fotografías: Jueves Santo: “Reserva del Santísimo”
Homilía del Arzobispo de Santa Cruz – Jueves Santo
“Sabiendo Jesús que había llegado su Hora de pasar de este mundo al Padre, Él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Hermanos y hermanas, que hermosa presentación: Jesús es “Él que había amado a los suyos”, a sus discípulos. Su amor es un hecho comprobado y experimentado, amor que en su dolorosa pasión llega hasta al extremo de la entrega total de su vida.
Jesús sabe que esa cena es la última que comparte con sus discípulos, que su misión terrenal está por terminar, que su muerte es inminente y que es la hora de volver al Padre. Por eso, quiere dejar, como testamento a sus discípulos, el testimonio de su amor, núcleo central del Reino de Dios que ha venido a proclamar e instaurar en el mundo.
“Había amado a los suyos”; para Jesús los discípulos son su familia, sus amigos que han estado junto a Él durante los tres años de su vida pública, han gozado de su predilección, han compartido las alegrías y tristezas de los hechos cotidianos y de su misión por los caminos de Israel, y han aprovechado de un tiempo propio para ser formados, corregidos y animados.
“Los amó hasta el fin”. El amor de Jesús se manifiesta desde el momento en que se hace hombre como nosotros, dejando su condición divina y asumiendo las limitaciones y fragilidad de nuestra condición humana, y se revela a lo largo de toda su vida hasta el último aliento. Es un amor sin límite, que alcanza su grado más alto cuando, libre y voluntariamente se entrega a la muerte en cruz para liberar del mal y hacer partícipe de su vida divina a todo el género humano, incluyendo a los que lo están crucificando en ese momento.
En esa última noche, para sellar la corriente desbordante de su amor, deja a sus discípulos el legado del mandamiento nuevo: “Ámense los unos a los otros, como yo los he amado”. La novedad está en que, no solo debemos amar a los demás como nos amamos a nosotros mismos, sino que debemos amarlos con la calidad y la intensidad de su amor divino, el amor definitivo e inmutable de comunión y comunicación que hay entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
La novedad también está en que por Cristo, con Él y en Él podemos purificar nuestro amor y sumergirnos en su amor que perdona y que nos hace capaces de amar al prójimo. En este camino, es Cristo mismo que toma la iniciativa, a nosotros solo nos toca acogerlo y hacerlo nuestra vida, para poder decir junto a San Pablo:” Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo que vive en mí”.
Jesús, esa noche, no se conforma con dejar a sus amigos el don del mandamiento nuevo, sino que lo consagra con dos gestos extraordinarios de amor: la institución de la Eucaristía y el lavatorio de los pies. Y nosotros, en la oración consagratoria de esta eucaristía, tenemos la gracia de revivir ese momento entrañable en el que Jesús, rodeado por los discípulos, toma el pan y la copa del vino y los convierte en su cuerpo y su sangre, fuente de vida eterna para nosotros: “Tomen y coman, esto es mi cuerpo… tomen y beban esta es mi sangre derramada por ustedes y por la multitud”.
Desde esa noche, ya no hay sacrificios de animales como en el A. T. Ahora, el único y definitivo sacrificio es Cristo mismo, quien entrega libremente su vida para liberarnos del pecado y la muerte y ofrecernos su cuerpo como alimento de vida eterna y su sangre como bebida de salvación, en espera del encuentro definitivo con Él: “Y así, siempre que coman este pan y beban este cáliz, proclamarán la muerte del Señor hasta que Él vuelva”.
Por eso, cada vez que participamos de la cena Eucarística y recibimos la comunión, revivimos ese misterio y comulgamos verdaderamente con su cuerpo y sangre entregados en la cruz. Así lo proclama el sacerdote al terminar la consagración del pan y del vino: “Este es el misterio de nuestra fe”, es decir, la maravilla y el prodigio del amor de Cristo que se hace realidad en nuestro ser y en la comunidad creyente.
En ese contexto de intimidad, Jesús sorprende a sus discípulos al decir: “Yo no he venido a ser servido sino a servir”, y luego se agacha a lavarles los pies. Al cumplir esa tarea, reservada a los esclavos, Jesús indica que ha tomado en serio el misterio de la encarnación del hijo de Dios que se despoja de su condición divina para hacerse siervo de nosotros.
Los discípulos no entienden ese sublime gesto de amor, siguen imbuidos de la mentalidad mundana, donde el que tiene poder pide ser servido. El amor que se hace servicio trastoca esta lógica mundana, vence todo obstáculo y se manifiesta en toda su fuerza cuando parece más débil e insignificante.
A continuación invita a los discípulos a que hagan lo mismo: “Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que Yo hice con ustedes”. Jesús nos manda deponer aires de superioridad y actitudes prepotentes, vivir en igualdad fraterna entre todos y poner nuestra vida al servicio de la Buena Noticia. Esto implica concretamente ponernos al servicio de los destinatarios privilegiados del Reino de Dios, de los pobres, los últimos, los enfermos, las víctimas de la injustica, los privados de libertad, los abandonados y tantos otros necesitados. El servicio es el sello del amor verdadero, caso contrario queda en puras intenciones, sentimientos o emociones.
En breves instantes se repetirá también ese gesto, lavando los pies a algunos agentes de pastoral en representación de todos los que están participando en el proceso del Sínodo Universal querido por el Papa Francisco, con el lema: “Por una Iglesia Sinodal”; una Iglesia que camina unida a los pastores, siguiendo las huellas de Jesús, testimoniando el Reino de Dios, el designio amor, de vida, de verdad, de libertad, de justicia y de paz.
Con este gesto queremos manifestar nuestra gratitud estos y tantos otros hermanos que están comprometidos en esa misión, pero también indicar a nuestra sociedad que el caminar todos juntos en unión y fraternidad hacia la meta del bien común y de la vida para todos, es la única manera de vivir en armonía y paz.
Terminada la eucaristía, con las debidas precauciones por el contagio, podemos quedarnos un momento a contemplar y adorar al Señor vivo y presente en la hostia consagrada colocada en el sepulcro. También, al salir del templo, pueden realizar las visitas a las siete iglesias, como testimonio público de su fe en el Santísimo Sacramento del Altar. Esta es una oportunidad especial para expresar al Señor nuestra sincera gratitud porque nos ha hecho pregustar el pan de vida y acompañarnos con amor en nuestra peregrinación en esta tierra hasta el encuentro definitivo con Él: “¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”. Amén.