Campanas. Desde la Catedral, el Arzobispo de Santa Cruz, Mons. Sergio Gualberti afirmó que, además de haber sido creados a imagen de la Trinidad, también hemos sido “bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Bañados y empapados de la Santísima Trinidad, estamos enviados a comunicar y testimoniar el Evangelio del amor, de la comunión y de la hermandad entre todos los hombres y a trabajar por un mundo donde haya verdad, igualdad, justicia y paz: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos”.
Celebramos hoy la solemnidad de la Santísima Trinidad, el misterio del ser sobrenatural de Dios, el misterio sublime y principal de nuestra fe y de la vida cristiana. Sobre él, se han cuestionado tantos creyentes y teólogos; a los mismos apóstoles les costaba creérselo. Y es que es increíble, por nuestra mente humana, concebir “un solo Dios en tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”.
Así mimos Mons. aseveró que, si no recurrimos a la palabra de Dios y no escuchamos a Jesucristo, no podría caber en nuestras capacidades intelectuales, tan maravilloso misterio de la vida íntima de la Trinidad y de la comunión y la comunicación perfecta entre las tres personas.
Jesucristo cumplió su misión aseguró el Arzobispo, enseñándonos a conocer, amar y llamar a Dios con el nombre cariñoso de “Abbá”, es decir Papá, a dirigirnos a él con la oración del Padre Nuestro: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre lo conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). En toda su existencia humana, el Hijo ha sido el rostro visible del Padre providente y amoroso para con nosotros sus hijos, el Padre de la vida, bueno y misericordioso siempre dispuesto a perdonarnos y a liberarnos del miedo, del temor, del sin sentido y del vacío de nuestro corazón, para llenarlo de amor, confianza, esperanza y paz.
Queda claro que, para llegar al Padre, no hay otro camino que Jesucristo: “Yo soy el camino”, el hermano que nos ama y el amigo cercano y fiel. Un camino que se hace al andar, entre esperanzas y gozos, tristezas y angustias., dijo Mos. Gualberti.
Es el Espíritu del amor entre el Padre y el Hijo, el Espíritu de la verdad y la unidad, la luz en las noches y en las turbaciones, la fuerza en la debilidad y flaqueza, el consuelo en la tristeza y el dolor, la brisa en el calor de las pugnas y la paz del corazón.
El pastor nos pidió que, no olvidemos que nosotros hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios amor, un Dios que no vive en una espléndida soledad, un Dios comunión íntima y comunicación viva de personas, fuente inagotable de unidad y de amor, un Dios que se entrega y se comunica incesantemente con nosotros sus criaturas. Por eso, nuestra vocación es el amor y estamos llamados a vivirlo en relación con Dios y con los demás.
Fieles a nuestra vocación, tenemos que vivir nuestra fe en comunión con el Señor y con los hermanos, unidos, por el amor de Dios, en el único pueblo de Dios. En este marco, celebramos hoy en Bolivia la Jornada de las Comunidades Eclesiales de Base, las células iniciales de iglesias unidas en el amor, al igual que las primitivas comunidades cristianas. Les acompañamos y animamos a mantenerse fieles a su vocación, a vivir su fe en comunidad y a dar testimonio del amor de la Santísima Trinidad entre los hermanos más alejados y necesitados.
Estamos ya al final del mes de mayo, en el que nos hemos unidos al maratón de oración a la Virgen María, querido por el papa Francisco por el cese de la pandemia. Sigamos el ejemplo de María que, acogiendo la voluntad del Padre, aceptó ser madre del Hijo de Dios por gracia del Espíritu Santo, para que nos acompañe y proteja a todos, en particular a los que sufren a causa del COVID y de otras enfermedades, para que a nadie les falte la atención sanitaria y para que experimenten su cercanía en las horas del dolor y reaviven su esperanza y su fe en el amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Homilía de Mons. Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz
30/05/2021 “Solemnidad de la Santísima Trinidad”
Celebramos hoy la solemnidad de la Santísima Trinidad, el misterio del ser sobrenatural de Dios, el misterio sublime y principal de nuestra fe y de la vida cristiana. Sobre él, se han cuestionado tantos creyentes y teólogos; a los mismos apóstoles les costaba creérselo. Y es que es increíble, por nuestra mente humana, concebir “un solo Dios en tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”.
San Agustín, el gran obispo e insigne teólogo, también se cuestionó sobre este misterio; de él se nos cuenta una impresionante historia. Cierta vez, se paseaba San Agustín, cerca de una playa, meditando sobre la Santísima Trinidad. En esto, se encuentra con un niño que, sentado en la arena, intentaba pasar el agua del mar en un pequeño hoyo que había cavado en la arena. El santo le pregunta:” ¿Qué estás haciendo? -: Quiero meter toda el agua del mar, en este hoyo.- El Santo le dice: ¡Pero, no es posible! – Y el niño replica: Es más fácil que yo haga eso, que tú entiendas el misterio de la Trinidad y, si lo comprendes, no es Dios”. Dicho esto, el Niño desapareció.
Si no recurrimos a la palabra de Dios y no escuchamos a Jesucristo, no podría caber en nuestras capacidades intelectuales, tan maravilloso misterio de la vida íntima de la Trinidad y de la comunión y la comunicación perfecta entre las tres personas.
El inicio de la carta a los Hebreos nos dice que Dios se hizo conocer gradualmente a la humanidad: “Muchas veces y de diversas maneras Dios habló en la antigüedad a nuestros padres por medio de los profetas, y ahora,…nos habló por su Hijo,…por quien también hizo todas las cosas” (Hb 1,1). En primer lugar, Dios se hizo conocer como el creador del mundo, Él que ha dado la vida a todos los seres existentes y, en particular, que nos ha creado a nosotros humanos, a su imagen y semejanza, dándonos un lugar privilegiados entre las demás creaturas. Y cuando el hombre, por el pecado, rompió el diálogo con Dios, Él no cerró del todo las relaciones e instauró una alianza con él, a través del pueblo de Israel. En ese caminar juntos, el Señor se fue manifestando como el Dios de la historia, que acompaña, guía y cuida la vida y el destino de la humanidad y el Dios que libera de toda clase de esclavitudes materiales y espirituales. Llegado el momento oportuno, Dios “nos habló por su Hijo,… por quien también hizo todas las cosas” (Hbr. 1,1). Jesucristo ha hecho conocer a Dios como eternamente Padre en relación a Él, su Hijo único, por quien son todas las cosas, y por quien, también nosotros somos sus hijos. Jesucristo es el punto culminante de la revelación de Dios, que lo ha enviado al mundo para que nosotros lo conociéramos y pudiéramos ser sus hijos, participes de la vida divina.
Jesucristo cumplió su misión, enseñándonos a conocer, amar y llamar a Dios con el nombre cariñoso de “Abbá”, es decir Papá, a dirigirnos a él con la oración del Padre Nuestro: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre lo conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). En toda su existencia humana, el Hijo ha sido el rostro visible del Padre providente y amoroso para con nosotros sus hijos, el Padre de la vida, bueno y misericordioso siempre dispuesto a perdonarnos y a liberarnos del miedo, del temor, del sin sentido y del vacío de nuestro corazón, para llenarlo de amor, confianza, esperanza y paz.
Queda claro que, para llegar al Padre, no hay otro camino que Jesucristo: “Yo soy el camino”, el hermano que nos ama y el amigo cercano y fiel. Un camino que se hace al andar, entre esperanzas y gozos, tristezas y angustias. Un amigo que, en la despedida de la última cena, nos ha hecho una promesa a los discípulos de todos los tiempos: “No los dejaré huérfanos… El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho”.
El Domingo anterior, hemos revivido el prodigio de Pentecostés, el día en que Dios Padre, por su Hijo Jesucristo, ha hecho el don del Espíritu Santo a los discípulos y, por ellos, a toda la Iglesia.
Es el Espíritu del amor entre el Padre y el Hijo, el Espíritu de la verdad y la unidad, la luz en las noches y en las turbaciones, la fuerza en la debilidad y flaqueza, el consuelo en la tristeza y el dolor, la brisa en el calor de las pugnas y la paz del corazón. Es el Espíritu del Señor que ha querido quedarse con nosotros, como amigo cercano que nunca más se alejará de nosotros: “Yo estoy con Ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”. En los días buenos y malos, en los días de las certezas y en los de las dudas, la presencia del Espíritu va afianzándose y creciendo en nuestro corazón y en el corazón del mundo, aunque nosotros, a menudo, no nos demos cuentas.
Aún con estas pocas pinceladas, pienso que podemos reconocer que el misterio de la Santísima Trinidad es misterio de amor: el Padre es amor, el Hijo es amor y el Espíritu Santo es amor. Ante este don maravilloso puede surgir en nosotros una pregunta: ¿Por qué Dios ha querido revelarnos este misterio excelso? Para que nosotros gocemos de su amor y nos conozcamos mejor a nosotros mismos: quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos.
No olvidemos que nosotros hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios amor, un Dios que no vive en una espléndida soledad, un Dios comunión íntima y comunicación viva de personas, fuente inagotable de unidad y de amor, un Dios que se entrega y se comunica incesantemente con nosotros sus criaturas. Por eso, nuestra vocación es el amor y estamos llamados a vivirlo en relación con Dios y con los demás, como personas creadas y redimidas para amar y para ser amadas. Y la prueba más evidente de esto, es que sólo el amor verdadero nos hace felices.
Además de haber sido creados a imagen de la Trinidad, también hemos sido “bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Bañados y empapados de la Santísima Trinidad, enviados a comunicar y testimoniar el Evangelio del amor, de la comunión y de la hermandad entre todos los hombres y a trabajar por un mundo donde haya verdad, igualdad, justicia y paz: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos”.
Cada vez que nos persignamos y rezamos el Credo, hacemos una “profesión de fe” en la Santísima Trinidad: en el Padre y en la creación, su obra admirable; en el Hijo Jesucristo y en su misión redentora y en el Espíritu Santo y en su misión santificadora. Con razón San Cesáreo de Arles escribió: “La fe de todos los cristianos se cimienta en la Santísima Trinidad“, confirmando lo que dijo el apóstol Pablo en el Areópago de Atenas: en Él Dios Trinidad, “vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17, 28).
Por tanto, para ser fieles a nuestra vocación, tenemos que vivir nuestra fe en comunión con el Señor y con los hermanos, unidos, por el amor de Dios, en el único pueblo de Dios. En este marco, celebramos hoy en Bolivia la Jornada de las Comunidades Eclesiales de Base, las células iniciales de iglesias unidas en el amor, al igual que las primitivas comunidades cristianas. Les acompañamos y animamos a mantenerse fieles a su vocación, a vivir su fe en comunidad y a dar testimonio del amor de la Santísima Trinidad entre los hermanos más alejados y necesitados.
Estamos ya al final del mes de mayo, en el que nos hemos unidos al maratón de oración a la Virgen María, querido por el papa Francisco por el cese de la pandemia. Sigamos el ejemplo de María que, acogiendo la voluntad del Padre, aceptó ser madre del Hijo de Dios por gracia del Espíritu Santo, para que nos acompañe y proteja a todos, en particular a los que sufren a causa del COVID y de otras enfermedades, para que a nadie les falte la atención sanitaria y para que experimenten su cercanía en las horas del dolor y reaviven su esperanza y su fe en el amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén