Campanas. Desde la Basílica Menor de San Lorenzo Mártir – Catedral, el Arzobispo de Santa Cruz, Mons. Sergio Gualberti afirmó que, es importante tener bien claro que “decir sí al Señor, no es renunciar a ser uno mismo y a nuestra realización, por el contrario, es encontrar el sentido verdadero de nuestra vida ya ahora, en espera de la dicha definitiva en Dios”.
La escena del evangelio de hoy nos presenta un giro decisivo y crítico de la vida de Jesús, el momento en él que revela el misterio de su persona y su misión. Su actividad pública en Galilea ha terminado y está por iniciar su último viaje a Jerusalén, donde lo espera la cruz. Él está consciente que sus discípulos, a pesar de haber compartido juntos la vida de cada día, haber escuchado sus enseñanzas y haber sido testigos de sus prodigios y milagros, sin embargo, no acaban de entender a plenitud su identidad de Hijo de Dios y salvador del mundo. Por eso, en esta última etapa, Jesús se dedica particularmente a formarlos para la misión que les espera después de su muerte y resurrección.
“Dios, ha venido a instaurar, no es al estilo humano centrado en el poder, sino a través de su amor y la entrega total de su vida hasta la muerte en cruz”
Con estas palabras, Jesús no deja duda alguna: el Reinado de Dios, que Él ha venido a instaurar, no es al estilo humano y no se centra en el poder, las riquezas y la gloria, sino que se edifica a través de su amor, su sacrificio y la entrega total de su vida hasta la muerte en cruz.
“Ser discípulo de Jesús no comporta poder y honores, sino la renuncia a ser gestor único de su vida”
Palabras francas y decisivas: ser discípulo de Jesús no comporta poder y honores, sino la renuncia a ser gestor único de su vida, tomar en serio la palabra del Señor, cumplir su voluntad y estar dispuesto a cargar con la cruz de los rechazos, las persecuciones y hasta el martirio. Es un cambio radical de la imagen de discípulo que exige una nueva mentalidad y estilo de vida, donde prima la entrega de los pensamientos, la voluntad y las fuerzas por el Evangelio y por Jesús.
Por eso, uno puede considerarse discípulo de Jesús solo si lo reconoce como el Hijo de Dios enviado para liberarnos de todas ataduras del pecado y de lo que mengua la dignidad de hijos de Dios, y que lo acepta como el único Señor que llena de sentido nuestra vida y nos abre las puertas de la salvación definitiva.
“Gastar y perder la vida por el Señor, es ponerla en sus manos, actuar en coherencia con el Evangelio y aceptar el compromiso vital de la fe que no es otra cosa que el amor al prójimo”
Siguiendo con sus enseñanzas, Jesús presenta el camino que lleva a la salvación, con una paradoja muy categórica: «El que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará». Gastar y perder la vida por el Señor, es ponerla en sus manos, actuar en coherencia con el Evangelio y aceptar el compromiso vital de la fe que no es otra cosa que el amor al prójimo, como nos dice la carta del apóstol Santiago que hemos escuchado.
El Prelado aseveró que, el amor verdadero, participación del amor de Dios, tiene que concretarse en una relación fraterna con los demás y a través de la solidaridad con los pobres, los necesitados y los que sufren.
Por el contrario, dijo Monseñor el egoísmo de quien se preocupa solo por su vida y bienestar, lo hunde en la vaciedad y solitud de una existencia sin sentido.
Así también el Arzobispo afirmó que, No hay dudas que optar por Jesús y el Evangelio nos puede acobardar, tanto por la indiferencia y hostilidad a lo sobrenatural y a Dios de nuestro mundo materialista, como también por nuestras debilidades e infidelidades en nuestra vida cristiana.
No nos dejemos vencer por estos sentimientos y pidamos al Señor que nos dé la valentía para jugarnos nuestra vida por Él que ha cargado primero con la cruz y que nos ha asegurado que estará siempre a nuestro lado para que podamos vencer los obstáculos y los sufrimientos a causa del Evangelio y alcanzar el gozo de la vida sin fin, sabiendo que: “el que pierda su vida por mí, y por la Buena Noticia, la salvará”, expresó el prelado.
“Homilía de Mons. Sergio de Mons. Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz
/12/09/2021″
La escena del evangelio de hoy nos presenta un giro decisivo y crítico de la vida de Jesús, el momento en él que revela el misterio de su persona y su misión. Su actividad pública en Galilea ha terminado y está por iniciar su último viaje a Jerusalén, donde lo espera la cruz. Él está consciente que sus discípulos, a pesar de haber compartido juntos la vida de cada día, haber escuchado sus enseñanzas y haber sido testigos de sus prodigios y milagros, sin embargo, no acaban de entender a plenitud su identidad de Hijo de Dios y salvador del mundo. Por eso, en esta última etapa, Jesús se dedica particularmente a formarlos para la misión que les espera después de su muerte y resurrección.
Jesús se retira con ellos aparte de la gente y les pone una pregunta: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos responden: “Algunos dicen que eres Juan Bautista; otros Elías y otros, alguno de los profetas”. Ahora Jesús quiere conocer lo que ellos piensan de él, por eso los provoca directamente: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?». Pedro, en nombre de los demás discípulos, contesta: “Tu eres el Mesías” prometido por Dios a través de los profetas en varias oportunidades de la historia de Israel.
Sin embargo, en el pueblo judío, la figura del “mesías” había ido tomando el sentido triunfalista de un rey, al estilo de David, llamado a liberar la nación del dominio romano y a restaurar un reinado político libre y poderoso. De esta manera, se había tergiversado por completo el sentido del Mesías y su misión, el enviado por Dios a hacer cercana su presencia salvadora a la humanidad entera.
Por eso Jesús, a pesar de que la respuesta de Pedro es acertada, ordena firmemente a los discípulos que no digan nada a nadie, para que no se vaya esparciendo y tome fuerza esa idea equivocada de Mesías aplicada a su persona. Y, para despejar toda duda, hace enseguida el primer anuncio de su pasión y muerte, revelándoles su verdadera identidad de Mesías y que en Jerusalén le esperan muchos sufrimientos, el rechazo de las autoridades, un juicio injusto y la condena a muerte. Pero, a pesar de ese escenario tenebroso, Jesús hace vislumbrar la esperanza de una vida nueva, anunciando también su resurrección a los tres días de su muerte.
Con estas palabras, Jesús no dejan dudas algunas: el Reinado de Dios, que Él ha venido a instaurar, no es al estilo humano y no se centra en el poder, las riquezas y la gloria, sino que se edifica a través de su amor, su sacrificio y la entrega total de su vida hasta la muerte en cruz.
Esta es la imagen auténtica de Mesías que ya había anunciado el profeta Isaías con la figura del siervo del Señor, despreciado y sufriente, personificación del fracaso aparente; fracaso que cobra sentido cuando el siervo escucha y no pone resistencia al Señor que habla a través de los hechos, incluso tristes y dolorosos: “El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor viene en mi ayuda… está cerca el que me hace justicia”. Dios, ante la actitud del servidor fiel, que ha puesto toda su confianza y esperanza en él, interviene para que cumpla la misión que le ha confiado.
Pero los discípulos siguen encerrados en su imagen de Mesías como demuestra Pedro que lleva aparte a Jesús y lo reprende. Esta vez, la respuesta del Señor es muy dura: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». Pedro, en ese momento, de discípulo preferido, pasa a ser enemigo, porque piensa como “Satanás”, el adversario de Dios.
Con razón Jesús le ordena que se ponga detrás de Él, el lugar del discípulo, y que no se interponga en su camino hacia el cumplimiento total de su misión en la cruz.
A continuación, el Señor se dirige a la gente e indica cuales son las condiciones para ser sus discípulos: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Palabras francas y decisivas: ser discípulo de Jesús no comporta poder y honores, sino la renuncia a ser gestor único de su vida, tomar en serio la palabra del Señor, cumplir su voluntad y estar dispuesto a cargar con la cruz de los rechazos, las persecuciones y hasta el martirio. Es un cambio radical de la imagen de discípulo que exige una nueva mentalidad y estilo de vida, donde prima la entrega de los pensamientos, la voluntad y las fuerzas por el Evangelio y por Jesús.
Por eso, uno puede considerarse discípulo de Jesús solo si lo reconoce como el Hijo de Dios enviado para liberarnos de todas ataduras del pecado y de lo que mengua la dignidad de hijos de Dios, y que lo acepta como el único Señor que llena de sentido nuestra vida y nos abre las puertas de la salvación definitiva.
Siguiendo con sus enseñanzas, Jesús presenta el camino que lleva a la salvación, con una paradoja muy categórica: «El que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará». Gastar y perder la vida por el Señor, es ponerla en sus manos, actuar en coherencia con el Evangelio y aceptar el compromiso vital de la fe que no es otra cosa que el amor al prójimo, como nos dice la carta del apóstol Santiago que hemos escuchado. El amor verdadero, participación del amor de Dios, tiene que concretarse en una relación fraterna con los demás y a través de la solidaridad con los pobres, los necesitados y los que sufren.
Por el contrario, el egoísmo de quien se preocupa solo por su vida y bienestar, lo hunde en la vaciedad y solitud de una existencia sin sentido.
Hoy, el Señor nos repite esta propuesta: a nosotros la respuesta. Es importante tener bien claro que decir sí al Señor, no es renunciar a ser uno mismo y a nuestra realización, por el contrario, es encontrar el sentido verdadero de nuestra vida ya ahora, en espera de la dicha definitiva en Dios.
No hay dudas que optar por Jesús y el Evangelio nos puede acobardar, tanto por la indiferencia y hostilidad a lo sobrenatural y a Dios de nuestro mundo materialista, como también por nuestras debilidades e infidelidades en nuestra vida cristiana.
No nos dejemos vencer por estos sentimientos y pidamos al Señor que nos de la valentía para jugarnos nuestra vida por Él que ha cargado primero con la cruz y que nos ha asegurado que estará siempre a nuestro lado para que podamos vencer los obstáculos y los sufrimientos a causa del Evangelio y alcanzar el gozo de la vida sin fin, sabiendo que: “el que pierda su vida por mí, y por la Buena Noticia, la salvará”. Amén