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domingo 26 marzo 2023
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Arzobispo: “La sangre de mujeres y niños ultrajados y asesinados en nuestro país, además de ser delitos horrorosos, son pecados gravísimos ante el Dios de la vida”

Campanas.  Desde la Catedral, este domingo 02 de mayo, el Arzobispo de Santa Cruz, aseveró que particularmente, nos tiene que cuestionar a todos la sangre de tantas mujeres y niños inocentes ultrajados y asesinados vilmente en nuestro país, por el machismo y la violencia ciega. Estos hechos, además de ser delitos horrorosos, son pecados gravísimos ante el Dios de la vida.

Así mismo afirmó que, es hora que las autoridades, las fuerzas vivas de la sociedad, en especial el mundo de la educación y los medios de comunicación, trabajemos juntos para la prevención y formar a las jóvenes generaciones en los valores humanos y cristianos, en el respeto de la vida y la dignidad de cada persona, bienes sagrados e intocables.

Hace falta también tomar medidas ejemplares y efectivas para evitar que estos crímenes se vuelvan una epidemia. En lo que va del año ya hay más de 30 víctimas mortales, sin contar el dolor y la pérdida irreparable causados a los familiares, especialmente a tantos niños y niñas que han quedado en la orfandad, dijo el prelado.

“Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes”; queridos hermanos y hermanas, esta es la consigna, a modo de testamento, que Jesús repite con insistencia a sus discípulos en el discurso de despedida de la última cena.

Dar testimonio de nuestra fe es una misión ardua, en especial en la cultura actual, materialista, relativista e indiferente a Dios

 Como para San Pablo, también para todos nosotros bautizados y para la Iglesia, dar testimonio de nuestra fe representa una misión ardua, en especial en la cultura actual, materialista y relativista, indiferente a Dios y donde predomina la lógica del poder y de las riquezas, del consumismo irracional y depredador de los recursos naturales.

Emprendamos con generosidad un camino de conversión, y salgamos a las periferias, a anunciar el Evangelio y dar testimonio de nuestra fe

Esta situación, lejos de acobardarnos y de encerrarnos en nosotros mismos, nos debe mover a emprender con generosidad y fidelidad un camino de renovación y de conversión personal y de toda la Iglesia, a salir a las periferias físicas y existenciales, a anunciar la alegría del Evangelio y a dar testimonio de nuestra fe.

Esta es una tarea imposible si pensamos llevarla con nuestras solas fuerzas, hace falta estar unidos a Jesús que nos ha asegurado: “Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Si Él está con nos nosotros y nos alimenta con la savia de su gracia, del amor y de la fortaleza, no hay porque temer en ser discípulos misioneros y comprometernos por la verdad del Evangelio con acciones y obras concretas, como nos dice la segunda lectura:” No amemos con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad”.

El amor a Dios y al prójimo nos tiene que mover a entregarnos sin medida, ser solidarios con los pobres y necesitados, luchar en contra de las injusticias”

No podemos quedarnos en puras intenciones, sino que el amor a Dios y al prójimo nos tiene que mover a entregarnos sin medida al proyecto de salvación de Dios, compartir y ser solidarios con los pobres y necesitados, luchar en contra de las injusticias, ser mensajeros de esperanza y ponernos al servicio de la reconciliación, la unidad y la paz en nuestra sociedad, donde nunca falta la presencia del mal, el odio y la violencia.

Jesús compara a Dios Padre con un buen viñador que cuida de todos, también de aquellos “que dan fruto y los poda para que den más todavía. Es una operación dolorosa pero necesaria que Dios pode las ramas superfluas de nuestra autosuficiencia, egoísmo, individualismo e indiferencia. Solamente libres de estas ataduras, estamos en condición de estrechar lazos de amor y comunión con los hermanos y con Cristo, apoyarnos y conformarnos a Él y alimentarnos de la savia de su Palabra y del pan de vida.

El apóstol Juan también, en la segunda lectura de hoy, afirma que para dar frutos de bien hay que “creer en el nombre de Jesucristo, y amarnos los unos a los otros como Él nos ordenó”. Nuestra vocación, por tanto, es permanecer en Cristo, creer en Él y amarnos los unos a los otros, con el mismo amor de Dios, el amor que Jesús ha testimoniado a lo largo de toda su vida.

Un amor que nos mueva a salir al encuentro de los demás y anunciar la buena noticia de Cristo Resucitado, en particular, a los pobres y marginados, a los que no conocen a Dios y a la palabra de vida del Evangelio y a los que se han alejado de la comunidad eclesial.

Hemos iniciado ayer el mes Mayo dedicado a la Virgen María, unámonos al maratón de Oración querido por el Papa Francisco para que ella nos ayude a vencer a la pandemia y a todos los males físicos, morales y espirituales que nos aquejan. Confiemos en ella, con la certeza que nos ayudará a ser los sarmientos estrechamente unidos a Cristo Señor, la vida que da frutos abundantes de bien y de vida.

Homilía de Monseñor Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz 01/05/2021

Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes”; queridos hermanos y hermanas, esta es la consigna, a modo de testamento, que Jesús repite con insistencia a sus discípulos en el discurso de despedida de la última cena.

Y para que ellos entiendan lo que significa permanecer unidos a Él, Jesús recurre a una imagen muy ilustrativa: Yo soy la vid verdadera, ustedes los sarmientos”. “YO SOY“, es la afirmación solemne que Jesús hace solo en ocasiones especiales: Yo soy el pan de vida…, Yo soy la luz del mundo…, Yo soy el buen pastor…, Yo soy… el camino, la verdad y la vida… Yo soy la resurrección y la vida”. Con estas palabras e imágenes, Jesús deja bien establecido que Él es el Hijo único de Dios, el salvador de la humanidad enviado por el Padre para hacernos partícipes de su vida divina.

Luego de la afirmación: “Yo soy la vid verdadera, Jesús hace seguir estas palabras: “El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer”. Este verbo permanecer indica un estado de perseverancia, una manera de ser y no algo momentáneo. Para que nuestra vida cristiana genere frutos de amor y de bien, hay que estar injertados existencialmente en Cristo, porque nosotros somos tan solo sarmientos, no tenemos vida propia y no podemos dar fruto por nosotros mismos.

Y es por la fe que nosotros podemos estar unidos a Cristo, “la vid verdadera” que nos da la savia de la vida, que nos hace ser parte de su ser y que nos vincula en una relación profunda con él y con los demás sarmientos, nuestros hermanos en la fe, unidos entre todos en el único “pueblo de Dios”.

La comunión de vida entre Jesús y nosotros discípulos, es la condición que hace existir a la Iglesia. Ninguno de nosotros puede ser una rama suelta, juntos formamos la comunidad de los arraigados en el Señor, al igual que los primeros cristianos que al momento de convertirse se incorporaban a la Iglesia naciente. Si no contamos con Jesús y la comunidad, nos volvemos ramas secas y áridas, destinadas a ser cortadas y quemadas: “Mi Padre es el viñador. El corta todos mis sarmientos que no dan fruto”.

Jesús compara a Dios Padre con un buen viñador que cuida de todos, también de aquellos “que dan fruto y los poda para que den más todavía. Es una operación dolorosa pero necesaria que Dios pode las ramas superfluas de nuestra autosuficiencia, egoísmo, individualismo e indiferencia. Solamente libres de estas ataduras, estamos en condición de estrechar lazos de amor y comunión con los hermanos y con Cristo, apoyarnos y conformarnos a Él y alimentarnos de la savia de su Palabra y del pan de vida.

El apóstol Juan también, en la segunda lectura de hoy, afirma que para dar frutos de bien hay que “creer en el nombre de Jesucristo, y amarnos los unos a los otros como Él nos ordenó”. Nuestra vocación, por tanto, es permanecer en Cristo, creer en Él y amarnos los unos a los otros, con el mismo amor de Dios, el amor que Jesús ha testimoniado a lo largo de toda su vida.

Un amor que nos mueva a salir al encuentro de los demás y anunciar la buena noticia de Cristo Resucitado, en particular, a los pobres y marginados, a los que no conocen a Dios y a la palabra de vida del Evangelio y a los que se han alejado de la comunidad eclesial.

El pasaje de los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado, nos presenta a San Pablo que, apenas convertido de persecutor de Jesucristo y de sus discípulos, se reúne con ellos, no obstante desconfíen de él, y juntos salen a todas partes a predicar en el nombre del Señor y a dar testimonio de su fe con valentía y entusiasmo. La fe en el Señor y la comunión con los hermanos han dado a San Pablo la fuerza para superar toda clase de peligros y obstáculos en su misión entre los paganos, sin arredrar nunca, ni siquiera ante la persecución, la cárcel y la muerte.

Como para San Pablo, también para todos nosotros bautizados y para la Iglesia, dar testimonio de nuestra fe representa una misión ardua, en especial en la cultura actual, materialista y relativista, indiferente a Dios y donde predomina la lógica del poder y de las riquezas, del consumismo irracional y depredador de los recursos naturales. Esta situación, lejos de acobardarnos y de encerrarnos en nosotros mismos, nos debe mover a emprender con generosidad y fidelidad un camino de renovación y de conversión personal y de toda la Iglesia, a salir a las periferias físicas y existenciales, a anunciar la alegría del Evangelio y a dar testimonio de nuestra fe.

Esta es una tarea imposible si pensamos llevarla con nuestras solas fuerzas, hace falta estar unidos a Jesús que nos ha asegurado: “Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Si Él está con nos nosotros y nos alimenta con la savia de su gracia, del amor y de la fortaleza, no hay porque temer en ser discípulos misioneros y comprometernos por la verdad del Evangelio con acciones y obras concretas, como nos dice la segunda lectura:” No amemos con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad”.

No podemos quedarnos en puras intenciones, sino que el amor a Dios y al prójimo nos tiene que mover a entregarnos sin medida al proyecto de salvación de Dios, compartir y ser solidarios con los pobres y necesitados, luchar en contra de las injusticias, ser mensajeros de esperanza y ponernos al servicio de la reconciliación, la unidad y la paz en nuestra sociedad, donde nunca falta la presencia del mal, el odio y la violencia.

Particularmente, nos tiene que cuestionar a todos la sangre de tantas mujeres y niños inocentes ultrajados y asesinados vilmente en nuestro país, por el machismo y la violencia ciega. Estos hechos, además de ser delitos horrorosos, son pecados gravísimos ante el Dios de la vida. Es hora que las autoridades, las fuerzas vivas de la sociedad, en especial el mundo de la educación y los medios de comunicación, trabajemos juntos para la prevención y formar a las jóvenes generaciones en los valores humanos y cristianos, en el respeto de la vida y la dignidad de cada persona, bienes sagrados e intocables. Hace falta también tomar medidas ejemplares y efectivas para evitar que estos crímenes se vuelvan una epidemia. En lo que va del año ya hay más de 30 víctimas mortales, sin contar el dolor y la pérdida irreparable causados a los familiares, especialmente a tantos niños y niñas que han quedado en la orfandad.

Hemos iniciado ayer el mes Mayo dedicado a la Virgen María, unámonos al maratón de Oración querido por el Papa Francisco para que ella nos ayude a vencer a la pandemia y a todos los males físicos, morales y espirituales que nos aquejan. Confiemos en ella, con la certeza que nos ayudará a ser los sarmientos estrechamente unidos a Cristo Señor, la vida que da frutos abundantes de bien y de vida. Am

Graciela Arandia de Hidalgo



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